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La misma playa

Vicente Molina Foix

Amaneció un día eminentemente playero. Una de esas ocasiones cantábricas en las que el sol, como queriendo compensar sus prolongadas ausencias laborables, declara fiesta del verano un sábado de otoño. ¿Animaban o molestaban a los manifestantes los 35 grados a la sombra que el pasado 23 hacía en San Sebastián a las seis de la tarde? Los donostiarras, en mi experiencia aún más que los ingleses, son unos rapidísimos emboscados de la buena temperatura. El cielo está tapado con unas bolsas oscuras de agua, rompe a llover, entra el viento desde alta mar, y de repente -como si la ciudad fuera un teatro y el clima un decorado manejable- para la lluvia, se alisa el mar, sale el sol reforzado, y el paseo de La Concha, por el que minutos antes sólo pasaba un hombre debatiéndose con su paraguas, se puebla con la llegada furtiva aunque decidida de los bañistas. En media hora la arena húmeda está estampada de toallas, corren los niños hacia la orilla, y la piel de los naturales,que conoce mejor que otras lo transeúnte del sol, se expone abiertamente a los rayos. Pero este sábado no cambió en todo el día el tiempo, y por eso entre los que gritaban "¡Basta ya!" a ETA y a los paraetarras había muchos adolescentes en bañador y sin camisa,luciendo algunos manchas color tomate en las mejillas y los hombros.Fue un día impudoroso también por otros conceptos. Desfilar no es cosa que guste, excepto si se tiene la vocación militar o nazarena. Andar un recorrido tan largo, y entre tantísima gente sudada, cansa y agobia, y la primera vez que alguien lanza, filas atrás, un grito de consigna te da vergüenza seguirlo. Noté que, a mi lado, Beatriz, Frederic y Javier sufrían el mismo pudor que yo; marchábamos convencidos de la legitimidad de la causa, pero sin dar palmas ni corear las voces de libertad. Al principio. A la altura de la segunda esquina abrimos la boca, probamos el alcance de nuestros pulmones, tratamos de no romper el ritmo de las palmadas, y poco después parecíamos, como los otros miles de personas de todas las edades, un grupo de aficionados que jalea a su equipo para que gane.

Cuando hay contienda, el lenguaje y los gestos se hacen belicosos. A los que no nos gusta el fútbol ni la guerra, eso supone una molestia, pero nunca una molestia que afecte injusta y trágicamente a los que queremos o respetamos ha de ser sólo de ellos. Como buen donostiarra, Fernando Savater tiene una gran tendencia al mar. Y es de los más veloces emboscados de la galerna. Capaz, como muchos vascos costeros, de sacar provecho a una media hora de sol entre dos chubascos. Hoy su valentía, su habitual claridad de ideas, su rigor ético, son un valor de esperanza para la mayoría, y para él una terrible molestia que soporta. Sin perder el humor. Un día antes de la manifestación confesaba que, por las medidas de seguridad que ha de tomar en su propia ciudad, este verano se sintió muy discípulo de Heráclito: no se pudo bañar dos días en la misma playa.

Estaba aún desfilando y dando palmas la lanzada gente pacífica del sábado cuando se leyó en euskera y en castellano el manifiesto final. Fue un momento feliz pero amargo para los que nos apretujábamos junto al templete de música del bulevar de Donostia. Los vascos conocidos por sufrir la persecución terrorista y demagógica (otros la sufren más por ser desconocidos, y encima de todos están quienes han muerto víctimas de ella) iban bajando del quiosco, y la multitud les aplaudía. Yo, ya para entonces hecho un impúdico y un vociferante, me sorprendí vitoreando nombres que llevo treinta años diciendo en una voz baja admirativa ante los libros y las obras de arte: "¡Savater, Ibarrola, Juaristi, Guerra Garrido!" Como si estos combatientes de una guerra que ninguno querría hacer y por dignidad sostienen fueran toreros o generales.

Si los asesinos siguen matando, si sus amigos siguen callando, si los políticos con mando siguen otorgando, tendremos que ser nosotros, usted y yo, vivamos donde vivamos, los que, perdiendo el último pudor y los miedos, demos con nuestra voz y presencia un respiro a estos héroes que no quieren serlo. Y llegue así pronto el día en que Savater pueda nadar libremente en su playa de siempre.

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