Sir Carol y los otros
Las retrospectivas dedicadas a grandes nombres de la historia del cine han constituido, durante la gestión de Diego Galán y su equipo, uno de los platos fuertes de la programación. También en esta edición se homenajea a dos directores, uno en activo y en plena forma, el italiano Bernardo Bertolucci, de quien hoy mismo se proyecta, en multitudinario pase en el velódromo de Anoeta, su filme más emblemático, Novecento. El otro, el británico sir Carol Reed, no sólo es un nombre desconocido para el cinéfilo contemporáneo, sino que su recuerdo vive sepultado bajo el peso de un único título, el que más ha honrado su carrera: El tercer hombre.Y, sin embargo, dejarse seducir por la impresionante estela mítica que tras de sí ha dejado esa película sin par, donde el talento de Orson Welles brilla en un tiempo mínimo y en una estela tan reluciente como para acabar, genial giro involuntario, por eclipsar el extraordinario guión de Graham Greene y las interpretaciones de Alida Valli, Trevor Howard y el gran Joseph Cotten, es quedarse sólo con una de las muestras del voluble talento de Reed, cuya filmografía atesora más de una agradable sorpresa. Y es que no en vano rodó, de 1935 a 1971, nada menos que 30 títulos, desde películas criminales, filmes de gran espectáculo, musicales y biopics históricos hasta adaptaciones literarias.
De su olvidada producción merecen destacarse algunos títulos, por ejemplo, los que su admiración por la obra de su compatriota Greene terminó llevando a la pantalla, adaptaciones tan solventes como Nuestro hombre en La Habana (1958) o El ídolo caído (1947), inquietante peripecia sobre la soledad de un niño, hijo de un embajador, y su relación con el mayordomo de su padre. El aire de thriller que el filme respira comunica este segmento de la obra de Reed con otros títulos, como la apasionante Larga es la noche (1946), narración de los últimos días en la vida de un gánster en la que melodrama y filme criminal se entrecruzan.
Pero no es sólo el registro criminal, abundante en su obra, el que puede proporcionar más de un placer al espectador. El oficio de Reed, como también el de otros cineastas que, como él, comenzaron su andadura en los años treinta y fueron objeto del interés del festival donostiarra en pasadas ediciones (Dieterle, Naruse, Tourneur...), se forjó en productoras que exigían menos el talento especializado que el esfuerzo indiscriminado del contador de historias que puede con todas las claves genéricas.
De ahí la poesía de El niño y el unicornio (1954), la espectacularidad circense de Trapecio (1956) o la capacidad evocadora de El desterrado de las islas (1960), en la que la prosa de Joseph Conrad encuentra una extraordinaria concreción cinematográfica.
Babelia
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