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Un lugar ideal para cada pieza

Todo artista sueña con que su obra sea exhibida y contemplada en las condiciones para él ideales. Como quiera que esto jamás, o muy excepcionalmente, llega a ocurrir, es lógico que ese sueño se acreciente con el paso de los años y llegue a convertirse hasta en una obsesión. No se trata sólo de que la obra, al ser vendida, deje de estar controlada por su creador, sino que, muchas veces, ni siquiera el artista logra presentarla en público como a él le gustaría, con lo que, desde que sale del taller, está sometida al albur de las contingencias más imprevistas. En el caso de los escultores, el problema se agrava, porque la naturaleza tridimensional de la obra, el material con que ha sido hecha, sus dimensiones o su peso aumentan las circunstancias agravantes de su ubicación descontrolada. Quien haya seguido la larga y fecunda trayectoria artística de Eduardo Chillida ha podido comprobar, no pocas veces, los problemas y complicaciones que ha tenido que padecer a la hora de emplazar a su gusto muchas de sus esculturas, cuyo tonelaje hacía peligrar la resistencia de suelos o provocaba otros temores, en ocasiones infundados.Una buena parte de la producción de Chillida ha consistido en encargos monumentales, que le han llovido, desde todas las partes del mundo, porque ha sido siempre un artista muy inspirado para la obra a cielo abierto, muy en sintonía con la naturaleza, el paisaje. Pero las satisfacciones que seguramente le ha producido pensar una obra para un lugar específico al aire libre, también le hicieron probar muchas de las amargas y absurdas contrariedades políticas que genera este tipo de proyecto.

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Paisaje natural

La creación del espacio de Zabalaga supone la realización de un sueño como uno ni siquiera se atrevería, en principio, a soñar que pudiera llevarse a cabo efectivamente así. Allí se encuentra, en primer lugar, su paisaje natural, el que tantas cosas le ha inspirado durante toda su vida, pero también allí están la historia y la antropología que se notan sin verse. Y allí, en fin, y, sobre todo, Chillida ha encontrado la forma para que su amplia y compleja gama de registros espaciales resplandezca en toda su plenitud, desde el ligerísimo e íntimo papel con la densidad de un soplo, hasta el más pesado armatoste, de acero cortén, hormigón o piedra, que se hincan poderosamente en la tierra, sin olvidarnos del delicado y transparente alabastro o la siempre viva madera. Zabalaga, de todas formas, no sólo acoge formas, tamaños y pesos, con sus respectivas necesidades, sino, lo más importante, concede a cada pieza su lugar, el lugar ideal para posarse y ser como debería ser, y el lugar de su elocuencia, donde sensación, símbolo y forma pueden dialogar a sus anchas con el espectador.

Hay que celebrar que Chillida haya podido realizar su sueño en Zabalaga, pero no sólo porque se lo merece. Este sueño de Chillida también realiza los nuestros.

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