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El escritor ordenado

El otro día me encontré con un problema en mi ordenador portátil y decidí recurrir a la casa que los fabrica para ver cómo afrontarlo. Todo animoso, busqué en la guía y me puse en contacto con ellos. Yo vivo en Madrid. Ellos me pasaron a la central de Barcelona (estupendo -me dije- esto marcha; ya estoy en la central). Entonces, desde allí me conectaron con Seattle. En Seattle, al saber que soy europeo me reenviaron a Amsterdam y allí, por fin, me dieron la dirección de una tienda de reparación de ordenadores en mi barrio para que les llevase el mío a ver qué demonios le pasaba. Y, claro, me he quedado muerto ante el poder de la comunicación.Esto sí que es otra época. Miro a mis hijos y me doy cuenta de que llegarán a Venus con toda clase de implantes. Yo sólo la estoy inaugurando e incluso estoy por decir que más bien me está arrastrando a su inauguración, tanto es su poder y tan escaso mi bagaje científico. Si hubiera hecho una carrera de Ciencias, como decía mi padre... Ingeniero de Telecomunicaciones, por ejemplo. Pero soy sólo uno que no previó la evolución de la sociedad hacia la revolución informática y lucha denodadamente con su ordenador para no perder sus últimos dominios, como la escritura o el cuarto de trabajo.

Lo más curioso del asunto es que si hay algo frágil en este mundo es un ordenador. Falla cuando quiere, sin previo aviso, no se responsabiliza de nada, consigue culpabilizarte o -segunda línea de autodefensa- sacarte de tus casillas y, por último, los técnicos se lavan las manos aduciendo que sólo esperando a verle fallar se puede deducir qué le ocurre. Estoy habilitando en casa un cuarto de invitados para que el técnico pueda instalarse cómodamente a ver fallar el ordenador.

Y cuanto más frágil es el ordenador -y no digamos el sistema de comunicación, en el que un chiflado de Honolulu puede machacarte el disco duro con un virus- más prepotentes son sus servidores. Esto sí que es algo que me entusiasma. Yo pensaba que el reconocimiento del error era un principio de sabiduría. Pues no, señor, no es así; porque en el mundo de los ordenadores y de las máquinas en general el error eres siempre tú. Y como no lo reconoces te mereces lo que te ocurre. -¿Qué le ha hecho usted a la máquina?- te pregunta el técnico nada más sentarse ante el aparato, como si tú fueras el encargado de una guardería y le presentases a su niño descalabrado. -¿Yo? Nada- respondes, y de inmediato esta respuesta empieza a buscar en el disco duro de tu memoria y te retrotrae a la época en que el padre Evaristo te señalaba con el puntero acusadoramente por haber dejado caer un libro al suelo en plena clase.

¿Es que soy tonto? -me pregunto inquieto. -¿Cómo no voy a entender algo que ha sido inventado con lógica?-. Y, de pronto, recuerdo una de las frases que más me impresionaron en su día: -Nada, hombre; si esto es sencillísimo; esto es para tontos, y cada vez más-. Ésa debe ser la clave: que no soy tonto. Sé que soy imperfecto, mucho más imperfecto que una máquina, afortunadamente, pero no soy tonto. Ahí estoy perdido.

Es el sino de los tiempos. Escribir no es fácil, ni siquiera ahora, en que es un oficio que se confunde cada vez más a menudo con el mero hecho de juntar palabras. Ernst Jünger dijo que el siglo XXI sería el siglo de los Titanes y que después volverían los Dioses. Es una hermosa imagen. El siglo de los Titanes será el de la Tecnología -no confundir con la Ciencia-. La Tecnología es el nuevo becerro de oro y no nos queda más remedio que aguantar a sus adoradores, que son pesadísimos y fatuos. Pero aunque los cambios sean dolorosos, el ejercicio del espíritu es un proveedor tan extraordinario de felicidad que siempre sabrá abrirse camino. Tampoco hace tanto que el camino quedó sembrado de máquinas de tecla aporreable que ya casi nadie sabe reparar...

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