Adoquines en Pedralbes AGUSTÍ FANCELLI
Confieso que sobrevivir en el asfalto me causa serias dificultades. De hecho, siempre que he podido, he buscado otro tipo de superficie sobre la que transitar cuando el calor aprieta. De joven, mi destino preferido era Italia, donde econtraba una gran variedad de pavimentos mejores que el asfalto: el enlosado de la plaza de la Signoria de Florencia, por ejemplo, o los finos mármoles de Carrara de su baptisterio. Por no hablar de los mosaicos polícromos de Rávena, del severo empedrado de las callejuelas de Perugia o del brillante enlosado de Orvieto. Qué quieren, uno se ha formado en la alta cultura.Pero eso, ya digo, ocurría hace años. Obligado ahora a permanecer en la ciudad, me doy cuenta de que de aquellos tiempos despreocupados he heredado una querencia muy especial por el adoquinado. No es fácil encontrarlo en Barcelona, un lugar donde la modernidad tradicionalmente se ha empeñado en cubrir el pasado. Pero existe un rincón en el que los adoquines viejos sobreviven todavía al asfalto: el Monasterio de Pedralbes. Suelo ir a la plazuela frente a la iglesia a tomar el fresco y a recordar los veranos de mi juventud. De hecho, desde el suelo hasta las gárgolas, no creo que exista en toda la ciudad otro lugar más apropiado para pensar en Italia. Las mismas clarisas proceden de Asís, donde su patrona, amiga de San Francisco y poetisa como él, fundó la orden.
Decido entrar en el recinto en busca de rastros de italianidad. Los encuentro a porrillo, claro. Ahí está, sin ir más lejos, la tumba de Elisenda de Montcada, fundadora del monasterio inaugurado en 1327, cuando ya había enviudado del rey Jaime II. Se trata de un confortable dúplex con una parte que da a la iglesia, donde la figura yaciente de la reina se halla revestida con los atributos del poder temporal, y otra vuelta hacia el claustro: en este caso la soberana ha optado por vestir un sobrio hábito monacal, más acorde con la espiritualidad ambiental. Su pétreo sueño me recuerda al de Ilaria del Carretto, en Lucca. Debió de ser una mujer muy elegante, doña Elisenda: el mismo hecho de que trasladara su corte a este paraje, cercano y alejado a la vez de la mundanidad, da cuenta de una distante altivez como la que debió de animar a la nobleza florentina a instalarse en Fiésole. Anna Castellano, estudiosa de la vida de las monjas y comisaria de la exposición Petras Albas que ahora se exhibe, explica que el núcleo más importante de las primeras residentes procedía efectivamente de la nobleza: los Pinós, Saportella, Cardona, Fonollet, Canet, Narbona, Illa estaban emparentadas con la monarquía o formaban parte de su esfera de influencia, como es el caso de la familia March. Otras monjas procedían de la honrada ciudadanía o de ricos mercaderes y profesionales urbanos: un club Iradier, pero en plan medieval, vamos. A Francesca Saportella, sobrina de la reina y segunda abadesa de la comunidad, se debe la joya de mayor valor del conjunto: los frescos atribuidos a Ferrer Bassa que decoran su celda de día junto al claustro. Los expertos no han dejado de señalar la influencia de Giotto sobre ellos.
Prosigo el recorrido sintiéndome cada vez más en Italia. En la sala capitular admiro el tríptico de la Epifanía, debida al taller de los hermanos della Robbia. En otra sala, fínísimos bordados con hilos de oro en pañuelos y casullas dan cuenta de que las monjas cultivaban la estética no menos que la ética. Accedo por fin al dormitorio de la comunidad, donde actualmente se encuentra la colección Thyssen y allá creo ya estar en los Uffizi: Giovanni da Bologna, Pietro da Rimini, Bernardo Daddi, Fra Angelico, Lorenzo Lotto, Tiziano, Tintoretto, Canaletto, Francesco Guardi...
De regreso a la exposición Petras Albas me entretengo en leer una descripción de la merendola anual de los consejeros de Barcelona en 1514, tradición recuperada por Maragall: "Una collatió molt bona de confitures, artelets et fruyta e fer donar a beure que segons lo temps fou molt accepte a tots". A mi espalda estalla el comentario de un caballero: "Aquí, el que no entienda el catalán que se joda". Caigo entonces en la cuenta de que la mayor parte de las explicaciones de la exhibición están sólo en esta lengua. Y de golpe el asfalto enganchoso de mi ciudad vuelve a ocultarme los adoquines.
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