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El nudo chileno

Los querellantes y sus amigos bebieron champagne, como lo hizo la derecha para saludar el golpe de Estado de 1973, y celebraron con expresiones de gran exaltación, de euforia, de triunfo político. Los partidarios del general, por su lado, se dirigieron a su casa de La Dehesa, en los sectores más caros de la ciudad, para manifestarle su solidaridad. Todos lo vimos asomarse a la puerta de calle, acompañado de parlamentarios y de alcaldes en ejercicio, además de ex ministros y altos dignatarios de su régimen, y sonreír ante las cámaras, bien vestido, con la salud en apariencia recuperada, declarando que estaba dispuesto a luchar "como soldado" hasta demostrar su inocencia. ¿Dónde quedó la atmósfera de convivencia civilizada, de reconciliación nacional auténtica, que se había comenzado a respirar en Chile hace muy poco tiempo, después de los acuerdos de la Mesa de Diálogo?El presidente Lagos tuvo palabras razonables, equilibradas, conciliadoras. Los vencedores en el trámite judicial debían celebrar con moderación, con actitud de comprensión hacia sus adversarios, y éstos, por su lado, debían tomar las cosas con serenidad y con respeto por las decisiones de los tribunales de justicia. Surgen, detrás de todo el episodio, y detrás, sobre todo, de sus apariencias, muchas preguntas, muchas cuestiones delicadas y complejas. La primera de ellas para mí es la siguiente: si las personas que celebraron el desafuero con desfiles por el centro de la ciudad, con bombos y platillos, y aquellas que corrieron a reunirse con el general desaforado en su mansión de La Dehesa, representan a sectores amplios del Chile de hoy. Entre los que celebraban había caras muy conocidas de la extrema izquierda, representantes de un espacio político que sólo consiguió alrededor del 3% de los votos en las elecciones presidenciales últimas. Entre los que acudieron, por otro lado, a presentarle sus saludos al general noté ausencias muy conspicuas, altamente reveladoras. No estaba, por ejemplo, y creo que no ha dicho hasta ahora una sola palabra sobre el tema, Joaquín Lavín, el candidato de la derecha que sacó cerca de la mitad de los votos en las elecciones presidenciales últimas. Tampoco estaba Andrés Allamand, quien representa entre nosotros la opción de una derecha renovada, "civilizada", como solía decirse en España, aun cuando haya perdido hace un tiempo unas elecciones para el Senado y se haya retirado en forma momentánea de la política activa.

Me ha tocado ver a mucha gente en estos últimos días. Me han hecho entrevistas, he participado en presentaciones de libros, en encuentros con jóvenes estudiantes, en reuniones variadas. He podido conversar con periodistas, intelectuales, miembros de profesiones diversas. Según mi encuesta particular, la gran mayoría coincide, y la coincidencia es más notoria entre los muy jóvenes, entre los que nacieron después de los sucesos cuyo juicio se abre ahora. Estamos contentos, dicen, con el resultado de la Corte Suprema. El desafuero era necesario y saludable, como signo y como símbolo, tanto hacia dentro como frente a la comunidad internacional. Pero también estamos muy cansados de todo este asunto. Queremos que en Chile se pueda doblar la página de una vez por todas y pasar a ocuparnos de otros temas, de temas propios del futuro, del siglo nuevo.

No creo que estas voces juveniles sean reaccionarias o partidarias de la impunidad. Saben que los crímenes existieron en toda su ferocidad, tienen una noción clara acerca de los culpables, pero piensan al mismo tiempo que el desafuero por una clara mayoría de la Corte Suprema ha sido una condena contundente, inapelable, y que el país no puede seguir obsesionado por asuntos que ocurrieron antes de que ellos nacieran. Y observado y juzgado por todo el resto del mundo, con implacable rigor, mientras saca estos asuntos a la luz del día.

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A todo esto, la derecha parlamentaria anuncia que va a lanzar una campaña destinada a mostrarle al país los errores de la época de Salvador Allende que condujeron a la intervención militar. El proyecto no me parece muy nuevo ni destinado a cambiar nada. Ya se sabe de sobra, por lo menos en el interior del país, que la Unidad Popular cometió errores graves, decisivos, que llevaron a una crisis política terminal y que desembocaron en los sucesos del 11 de septiembre de 1973. Hemos escuchado declaraciones constantes de personas que pertenecieron al Gobierno allendista y que ahora reconocen estos errores. Toda la campaña de la derecha durante el plebiscito de 1988 consistió en una exhibición de desórdenes y una repetición de las afirmaciones políticas más o menos disparatadas que fueron comunes en los días de la Unidad Popular. Volver ahora a una campaña de esa misma especie no tiene mucho sentido. La propaganda fracasó en 1988 y fracasará con mayor razón en el año 2000. La enorme mayoría del país tiene un juicio claro, bien informado y arraigado, sobre los excesos verbales, las provocaciones inútiles, el mal manejo económico de los años de Allende. Pero la gran mayoría sabe también que los errores de un periodo no justifican los crímenes del periodo siguiente. Ahí está el nudo de la cuestión y el de toda la transición chilena.

En el primer plano del escenario de estos días, algunos celebran el desafuero y no reconocen ni la menor responsabilidad personal en la crisis de comienzos de los setenta. Los otros cierran filas y declaran que van a luchar hasta las últimas consecuencias para "probar la inocencia" de su caudillo. Para emplear una expresión clásica, son personas, las de uno y otro extremo, que no han olvidado nada ni han aprendido nada. "¡Piedad para nuestros errores, piedad para nuestros pecados!", pedía el poeta Guillermo Apollinaire, francés de origen polaco, en los comienzos del siglo anterior, en los años dramáticos de la Primera Guerra Mundial. Da la impresión de que nosotros, anquilosados, testarudos, fuéramos un país sin capacidad de arrepentimiento.

Estoy convencido, sin embargo, de que el país real va por otro lado. No se identifica con los celebrantes del centro ni con los visitantes de La Dehesa. Pasa por el lado y mira estas cosas con serenidad y con algo de distancia. Se dice a sí mismo que el desafuero era una decisión justificada y probablemente necesaria, pero que ya es tiempo de ocuparse de otros problemas, en el fondo más urgentes. Entretanto, uno observa con algo de perplejidad a intelectuales que viven hace décadas a la sombra de instituciones europeas o de universidades norteamericanas y que hacen exhibiciones de una euforia extraordinaria, como si sus mayores deseos de largos años por fin se hubieran cumplido. Los que estamos en el interior del país hemos seguido las cosas, en cambio, en la mayoría de los casos, con gran atención, con memorias y reflexiones sobre el pasado y con algo que podríamos definir como satisfacción moral, pero sin euforia, sin muchas ga-

nas de exhibir nada. Para cualquier persona seria y bien intencionada, el momento es delicado y conviene andar con pies de plomo. No es hora para exhibicionismos de ninguna clase. Uno entiende la alegría de los familiares de las víctimas, pero andar cantando victoria frente a una galería internacional no es la actitud más generosa ni más constructiva.

Un fenómeno que todavía no se entiende bien en Chile, casi en ningún sector, es el de las condiciones internacionales enteramente nuevas en las que se realizó la transición nuestra. Nos toca vivir en una etapa de rebelión universal contra la impunidad de los crímenes de las dictaduras. Antes parecía suficiente y satisfactorio que un país recuperara sus libertades. Ahora se intenta construir un sistema que impida que los crímenes se repitan o que lleve por lo menos a los dictadores a pensarlo dos veces antes de atropellar los derechos humanos. En algún aspecto es una utopía nueva y aún no conocemos sus resultados políticos tangibles. Desde luego, no sólo está destinada a tener efectos en el caso de Chile. También es una advertencia para las otras dictaduras reales o disfrazadas del mundo contemporáneo: para los Fidel Castro, los Alberto Fujimori, los Milosevich, y para todos los que sientan la tentación de imitarlos. Ya empieza a tener, desde luego, una consecuencia contradictoria, no deseada. Los personajes en cuestión, dictadores o pseudodictadores, se atornillan en sus cargos con más astucia y con más desesperación que nunca. Y la posibilidad de transiciones negociadas y, por lo tanto, pacíficas se vuelve mucho más difícil, aquí y en todas partes.

En último término, en Chile vuelve a plantearse un tema que he comentado muchas veces y desde hace ya largo tiempo: el de la dosis necesaria de memoria y de olvido que necesitan los países para sobrevivir, para no destruirse por dentro, para progresar. En su visita reciente, el presidente mexicano electo, Vicente Fox, nos aseguró que el siglo XXI sería el siglo de América Latina. Tengo mis dudas, pero las posibilidades existen. Todo dependerá de la imaginación que tengamos para cortar los nudos gordianos que en este momento nos ahogan. Como dijo en una ocasión el general De Gaulle, el hombre de Estado, a diferencia del simple político, es el que sabe cortar los nudos gordianos a su debido tiempo. Como lo hizo, según la tradición, Alejandro el Grande. Un tiempo debido, añadiría yo, que a nosotros ya nos llegó hace bastante rato.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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