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Generosa y noctámbula

En más de veinte años de trato frecuente con ella, nunca vi a Carmen Martín Gaite negándose a un nuevo conocimiento ni poniendo mala cara a algo que pudiera soprenderla. Carmen Martín Gaite hacía casi de todo y disfrutaba con casi todo, con escuchar música y con viajar, con hablar y con que le hablasen, con ir al teatro y al cine, con bañarse en el mar y en la piscina, con pasear por el campo y callejear por la ciudad, con ir de compras y comer en restaurantes, con hablar de política y con ver exposiciones. Vivía todo intensamente y por supuesto también se enfadaba. Le molestaban la falsedad y la ingratitud; la precipitación y la arrogancia. El mayor placer se lo proporcionaba, sin embargo, la literatura, que en su caso era una vocación real que la ayudó a vivir. Leía vorazmente y, si tenía interlocutor, podía pasarse horas hablando de Cervantes o de Flaubert, de Natalia Ginzburg o de Clarice Lispector.Carmen Martín Gaite escribía a mano en cuadernos de espiral que luego le pasaban a máquina. Escribía en su casa, pero también en hoteles y en casas de amigos, durante el verano, y con mucha frecuencia en bibliotecas, ya que en los momentos bajos le gustaba estar rodeada de gente. Siempre tenía algo entre manos, o una novela o un cuento o una conferencia o un artículo o una traducción. No se detenía nunca y, lo que es más importante, todo lo hacía a conciencia. La semana pasada seguía trabajando en unas lecciones que debía dictar este próximo mes de agosto en la Universidad Menéndez Pelayo. La ansiedad de cumplir con el compromiso adquirido le preocupaba más que su propia enfermedad.

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La misma generosidad la empleaba con sus lectores y con las personas anónimas que la paraban en la calle, con los dependientes y con los camareros, con los periodistas y con los estudiosos de su obra, con sus colegas de oficio y con los aprendices de escritor. A Carmen Martín Gaite podía llegarle cualquiera con un manuscrito, ella lo leía cuidadosamente, lo anotaba y daba una opinión meditada. Por eso, entre sus amistades abundaban los escritores jóvenes. Su casa estaba abierta para todos. De las últimas generaciones hemos pasado por allí, que ahora recuerde, Eloy Tizón, Belén Gopegui, Agustín Cerezales, Luis Magrinyà y yo mismo. A mí me ayudó a publicar mi primer libro y, como no podía ser menos, fue la primera lectora del segundo; con ella tenías la seguridad de que nada de lo que dijera sería gratuito, que alabaría lo que creía que debía alabarse y que criticaría lo que no le gustaba, el mejor auxilio que puede prestársele a alguien que se inicia en la literatura.

Hubo una época en la que fue muy noctámbula, y se la podía ver a altas horas de la madrugada en un café o en un bar charlando con algún amigo. En los últimos años se recogía más en casa, pero eso no quiere decir que hubiese dejado de ser noctámbula. Le gustaba la noche, pero, como todo noctámbulo, le gustaba y a la vez la temía. Entonces dejaba de ser Carmen Martín Gaite y se transformaba en Carmiña o en Calila, sus dos nombres familiares.

Mientras los demás dormían y el difícil sueño tardaba en venir, escribía cartas a sus amigos, leía, hacía collages, estudiaba, pensaba en próximos libros o recordaba a tanta gente a la que quiso y que ahora le faltaba.

Por las mañanas, se pintaba los labios, se tocaba con un sombrero o con otro adorno, cogía el teléfono o el autobús y, cuando hablaba contigo, te sorprendía con un pensamiento o con una nueva lectura que sólo ella había tenido tiempo de hacer.

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