Carmen Balcells y las bellas artes
Cuando De Quincey razonaba que el asesinato era una de las bellas artes no sólo contribuía a la historia del minimalismo literario, al que había aportado un inestimable estudio, jamás superado, sobre los portazos en Macbeth, sino que abría el concepto de bellas artes a toda conducta hábil y canónica para conseguir algo. Sólo superando un reduccionista sentido de la maldad se puede comprender que obtener algo con malas artes puede ser bellísimo, y aporto esta interpretación para uso de los que conceden medallas a las bellas artes, invitándoles a que premien incluso a personas artísticamente incorrectas. Hoy precisamente, 26 de mayo del año 2000, el rey de España, en un breve descanso en su apretado calendario de feliz abuelo, impone la medalla de oro al Mérito en las Bellas Artes a doña Carmen Balcells, superagente literaria que pasará a la historia de la literatura universal por su empeño prometeico de robarles los autores a los editores para construirles la condición de escritores libres en el mercado libre. Hasta Carmen Balcells los escritores firmaban contratos vitalicios con las editoriales, percibían liquidaciones agonizantes y a veces, como premio, recibían algunos regalos en especie, por ejemplo, un jersey o un queso Stilton. Muchos escritores padecían el síndrome de Estocolmo con respecto a los editores, y se cuenta que un famosísimo y hoy venerado gran autor catalán se amoscó cuando le ofrecieron un cheque en blanco y prefirió seguir en régimen de producción esclavista. Demasiado dinero. El oferente no podía ser serio.Antes de que lo consiguieran los futbolistas, Carmen Balcells limitó el derecho de retención de los escritores y ayudó a los editores a descubrir las buenas intenciones, reprimidas por un mal entendido sentido del oficio. Gracias a Carmen Balcells yo he visto escritores y editores felices, incluso amigos, aunque la leyenda de la superagente cuenta que en cierta ocasión se reunieron importantes editores nacionales e internacionales para pactar un boicoteo contra la agresiva profesional. Nunca respetaron el acuerdo al que habían llegado porque la señora Balcells tiene una cartera de escritores imprescindibles en el ecosistema editorial. Mis relaciones profesionales con ella arrancan del día siguiente en que gané el Planeta (1979) y a mis 40 años me descubrí escritor competitivo y cansado de luchar con los editores por anticipos que tardaba a veces 10 años en amortizar o que no amortizaba nunca. Mi demanda de auxilio espiritual a Carmen tuvo algún antecedente: por ejemplo, cuando publiqué en 1972 Yo maté a Kennedy, Carmen me pidió representar esta novela concreta porque consideraba que podía ser un éxito internacional. Ni siquiera lo fue nacional, y la primera edición se vendía poco después a precio de saldo en unos grandes almacenes entonces iletrados y hoy convertidos en importantes vendedores de libros y primaveras. Nuestra segunda relación la establecí yo al opinar humorísticamente en la prensa que Carmen Balcells era una superagente literaria con licencia para matar como James Bond, y a pesar de lo arriesgado de mi afirmación puedo testimoniar que no sufrí ningún atentado y, si no recuerdo mal, jamás Carmen ha iniciado una conversación conmigo previa presencia de una pistola sobre el tablero de la mesa. No todos pueden contar lo mismo, porque la leyenda Balcells insiste en que Carmen puede ser peligrosa cuando se cala el incorrupto sombrero de fieltro gris de Humphrey Bogart, obsequio de Terenci Moix, saca del cajón superior de la mesa de su despacho la pistola de cadete del Leoncio Prado que le regaló Vargas Llosa antes de no ser presidente del Perú o vence la tentación de apretar el resorte que abre la fosa de los cocodrilos bajo los pies del negociador que perdió el favor del mar. Ese resorte, insisten mis informantes, se lo propició Juan Marsé, procede de una subasta de los bienes virtuales de Fu-Manchú y constituye la más deseada amenaza que moviliza el masoquismo de los negociadores, deseosos de caer en el abismo y aliviados cuando salen del despacho sin mordeduras. Tan contentos salen, que están dispuestos a contratar la guía telefónica de Cuenca en formato de fascículos, CD-ROM y camisetas estivales.
Mas no es la amenaza la parte substancial de la leyenda Balcells, aunque se asegura que por los ambulatorios de este mundo son centenares los editores que desfilaron con los pies tiroteados o con la cabeza cortada bajo el brazo derecho o izquierdo según las afinidades. Un agente literario es una patria, y por eso los más deseados son en realidad agentas literarias, porque el sexo masculino, en estas últimas décadas, sólo produce o asesinos de mujeres o exiliados con voluntad de asilo emocional, y las escritoras tampoco pueden confiar en un agente masculino a no ser que sea guapísimo y les proponga beber Roederer Cristal en zapatitos de tacón, lo que no deja de ser una porquería, y además no conozco ni uno que reúna estas características, ni Nélida Piñón, ni Rosa Montero, Ana María Matute, Ana María Moix, Carme Riera, Isabel Allende o Rosa Regàs cambiarían a Carmen Balcells por un agente aunque esté seriamente armado. Los escritores somos animales destetados prematuramente o en mal momento y las agentas literarias son como esa primera maestra que sustituye a las madres vestidas o desnudas que nos dejan todos los días a la puerta del colegio, hasta del último colegio. Yo he visto editores cariñosos que les compran las camisas, y en París, a sus escritores más adictos, pero donde se ponga una agenta literaria en su confesionario junto al escritor o escritora que de pronto ha decubierto que tal vez no es el primer alumno de la clase, nada tiene que hacer el editor. Ni siquiera esos editores de rostro humano que se readjetivaron o resustantivaron cuando Carmen Balcells se sacó a García Márquez, Sánchez Ferlosio, Bryce Echenique, Valente, Scármeta y Juan Goytisolo del mismo escote.
Representante de premios Nobel y Cervantes, de escritores de éxito, la he visto apadrinar el talento sin reservas y sin cálculos y luchar por los talentos emplazados en maratonianas negociaciones que deberían figurar como una de las bellas artes, porque el cerebro de Carmen Balcells trabaja a la velocidad de la luz y va provisto de un aguijón implacable si el interlocutor se pasa de tonto o de listo. También la construcción de su leyenda y de su ausencia -¿dónde estará Carmen Balcells en el momento de recibir la medalla?- es una astuta bella arte, que la homenajeada ha aprendido mezclando fragilidad y orgullo desde una creativa esquizofrenia reproducida muy fielmente por el pintor Gonzalo Goytosolo, plasmando a la superagente como una doble dama azul y oro, ausente de los demás, de sí misma, pero contemplándose con una cierta curiosidad. García Márquez la describe bañada en lágrimas, pero no hay que fiarse. Balcells llora a punto de indignarse o se indigna a punto de llorar, pero es capaz de ni llorar ni indignarse sobre todo en presencia de sus pupilos más caballerescos y armónicos, por ejemplo Mendoza o Sampedro.
Dicen que se retira del oficio por las calles del ensanche navegable en la ciudad de los prodigios, en una piragua belle époque, obsequio doblemente jubilatorio de Eduardo Mendoza, que se ha retirado de la novela tanto como Carmen Balcells de la representación literaria. Los que la desconocemos bien sabemos que esa retirada es estratégica y que desde las alturas de su torre de merengue y acero acecha los nuevos horizontes tecnológicos de la edición y un día volverá para sacarnos a todos sus escritores del colegio y llevarnos de paseo por los espacios más hermosos y virtuales, después de reunirnos para escucharnos frases brillantes que ensayamos antes de ir a sus cenas, no vaya a resultar que Félix de Azúa nos joda la noche y el prestigio. Hace tiempo que le aconsejo a Carmen que ponga un helipuerto en su vida y en su torre, y es que sé que su gloria sigue en ascensión y desde mi materialismo no creo en otras ascensiones que en las que proporcionan los helicópteros o los Harrier. Aunque después de esta medalla me temo que esta mujer ya será una página web. Es decir: ha nacido una estrella.
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