Cibeles, zona de guerra
La celebración, en un principio tranquila, volvió a convertirse en escenario de desmanes
Niños pequeños desencajados a los que ni el chupete calmaba sus lloros, oleadas de gente huyendo, paseo del Prado abajo, Castellana arriba, de las cargas policiales, potentes petardos estallando en las papeleras, hogueras en medio de la calle, contenedores de basura por el suelo, botellas volando sobre las cabezas de la policía, marquesinas rotas por las piedras... Los alrededores de la Cibeles eran anoche zona de guerra.Los tranquilos, y escasos, ciudadanos -muchos de ellos extranjeros- que a última hora de la noche disfrutaban de sus cervezas ajenos al fútbol en las terrazas de los alrededores de Cibeles, debieron dudar si el Madrid había ganado en París o, por contra, perdido. Lo mismo que pasó hace dos años, tras la séptima, se volvió a repetir ayer, con la octava. Por encima de la fiesta, de la celebración, de la alegría, Cibeles es ya para muchos el escenario ideal para sus desmanes. Puestos a armar ruido, que sea montando camorra, deben pensar.
El caso es que el común de los miles de presentes, se tomaba los disturbios como si fueran una fiesta patronal. Algo así como los Sanfermines, según se vio anoche, pero a la madrileña, con camisetas blancas, como en los de verdad, bufandas y banderas españolas y del Madrid.
No habían pasado ni dos horas desde el triunfo del Madrid en París y en Cibeles y sus aledaños ya nadie se acordaba ni de la octava ni del golazo de Raúl ni de nada de nada. "Por culpa de la policía", según se oía. El caso es que no pasaron de dos o tres las veces que se escucharon los típicos "¡Campeones, campeones!" o "¡Madrid, Madrid!". Y eso al poco de terminar el partido. Después se pasó al "polaco el que no bote", el "Núñéz, enano, habla castellano" y, poco más tarde, a la guerrilla urbana. Con sus más bajos instintos futboleros satisfechos, los alborotadores se dedicaron a alimentar sus ganas de bronca.
Nada que ver con lo que pasó horas antes en el Pabellón del Real Madrid, cuando los blancos todavía no habían ganado la Copa de Europa. 3.500 madridistas recurrieron a la pantalla gigante que el club instaló en el Raimundo Saporta para seguir la final de París. Allí también olía a humo, pero no era el de las papeleras ardiendo del paseo del Prado ni el de los rifles antidisturbios de la policía. Era humo de porro. Olía a humo y olía a sudor, y al vino de las botas repartidas por las gradas, y a perrito caliente y a todas esas pipas que inundaban el suelo. Seguro que en Saint Denis olía a lo mismo, porque los que, sin una entrada para la final, vieron en el Saporta ganar a su equipo vivieron el partido con los mismos nervios, la misma emoción y la misma intensidad que los que sí estuvieron en París.
Allí no habo broncas, ni tanganas, ni peleas; allí brilló el blanco de las banderas, de las bufandas, de las camisetas de Raúl, de Redondo, de Anelka, de Morientes... De todos esos jugadores del Madrid que anoche jugaron el partido desde el Pabellón. Unos vestían traje y corbata, otros pantalones vaqueros o llevaban el pelo pintado, usaban muletas, tenían sólo cinco años o eran rubias. Todos esos jugadores que, al acabar el partido, formaron una conga sobre el parqué del Pabellón para aplaudir a su equipo y celebrar la octava. Luego, en Cibeles, fue otra cosa.
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