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CRÓNICAS Noticia de Bryce JUAN CRUZ

Juan Cruz

Hay la especie en España de que Alfredo Bryce Echenique, el novelista peruano, no se fue verdaderamente de Madrid, sino que está aquí, secuestrado por amigos suyos como el editor Chus Visor y el escritor José Esteban, que serían entonces los que le organizaron una despedida falsa cuya conclusión fue una de las rancheras preferidas por el autor de Un mundo para Julius: "Y te vas, y te vas, y te vas..., y no te has ido". Pues no es cierto: Bryce se fue y está en Lima; este cronista lo vio. Vive en una casa magnífica, en la atalaya de esta ciudad de cerros, y desde esa azotea ve las luces o las sombras de la ciudad que hace treinta años, cuando se fue a Europa, tenía poco más de un millón de habitantes. Ahora, Lima la habitan diez millones de personas venidas literalmente de todas partes; cada desplazamiento le cuesta a Bryce más de una hora de automóvil, pero es inevitable decir que, aunque hayan desaparecido la mayor parte de los lejanos recuerdos de una infancia que está en el centro de toda su literatura autobiográfica, aquí ha encontrado el confort irrepetible que ofrece el amor que le dan, y esa felicidad se le ve nada más llegar a esta casa que se hizo para él y que hoy es un observatorio del que apenas sale.La casa de Bryce. Está llena de los retratos de una vida rica y con amigos; todos los rincones de esta mansión, decorada con la exquisitez de un hombre ordenado y profundo, están llenos de algún recuerdo que él ha compartido; solitario cuando se queda solo, Bryce ha sido siempre un hombre de amigos, y aquí está con aquellos que nombré más arriba, o con sus padres, y especialmente con su madre, que tuvo con él una reunión feliz y habitual, o con su padre, que era como él, así de largo, culminado en su cabeza ladeada y tímida, mirando la voluta final de un cigarrillo que ya le ha dejado el dedo así, dispuesto para fumar. La casa tiene dos plantas, y arriba, junto a la cocina, tiene un comedor que le regaló su agente, Carmen Balcells, y en la propia cocina reluce de nuevo el orden meticuloso con el que él trata las cosas domésticas: se diría que esa cafetera vacía y recién limpia siempre está colocada así, en todo momento, después de ser utilizada y lavada con rigor bajo el chorro del agua. Parece que en esta casa sólo se cocina café, o eso al menos es lo que insinúa su compañera, Anita, que ha sido siempre una referencia en las conversaciones españolas de Bryce, hasta que finalmente la vemos en estos días de Lima.

Están aquí los cuadros, los regalos que le han hecho en años de profesión docente y de escritor; está, por supuesto, ese sillón Voltaire que le regalaron en Francia como premio a su novela La exagerada vida de Martín Romaña; el sillón Voltaire es una cómoda butaca de color rojo en el que se suponía que escribía el escritor más volteriano de todos; pero Bryce hizo su propia investigación y halló que no era cierto: el sillón Voltaire tenía que ser un poco más barroco, provisto además de recado de escribir; él, de hecho, lo utiliza más como un símbolo de su universo, porque donde se sienta a escribir es en una silla de cuero oloroso ante una mesa que parece recién instalada: no hay sobre ella papel alguno, y cuando nosotros mismos nos sentamos a la mesa, con objeto de escribir unas notas, se le vio a Bryce nervioso, como si le fuéramos a quitar a aquel recinto la armonía con que lo ha dejado quieto.

Pero, de todas las cosas que hay en las paredes de la casa, nos quedamos en la memoria con una copla célebre que siempre le cantan por la noche sus amigos y que está ahí, en el papel de un restaurante, firmada por Nicomedes Santacruz, el músico limeño; es un retrato de Bryce en versos, se lo escribió Nicomedes en 1986 en un bar de Madrid, y termina así: "Pintarte de cuerpo entero / hace que tu ancestro explique: / de ingleses sin un penique / y vascos sin una pela / nació para la novela/ Alfredo Bryce Echenique". Se le nota a Bryce regocijo, como si la casa le abrazara, y habla y recuerda e inquiere con la suavidad que es el resultado de esa combinación (ingleses sin un penique, vascos sin una pela), tocándose mecánicamente el bigote con el que hizo imborrable su rostro.

Pero donde está la principal melancolía de Bryce es en el Country Club. Quien haya leído Un mundo para Julius hallará allí la raíz de la vida literaria del joven Bryce, que es el Bryce de todos los tiempos; el edificio, que ahora está rodeado de moles mayores, es el que está en la memoria literaria; de color amarillo, decadente, conserva dentro algunos de los símbolos de los que escribía Bryce para situar a Julius en su mundo; pero lo único que se conserva intacto es el bar inglés, y allí nos lleva Bryce a tomar un vodka con tónica que, en este recinto y ahora, parece el mismo de hace cuarenta años. Pero Bryce nos baja a todos de la bruma: "Ya no queda nada, ahora sí me da nostalgia, ya no queda nada y fue mi infancia".

En 1972, cuando vino a gastarse el Premio Nacional de Literatura que le había concedido el Gobierno de Velasco Alvarado (Velasco le dijo a la madre de Bryce, autor de un retrato demoledor de la oligarquía peruana: "Entre usted y yo hemos acabado con la oligarquía"), un amigo le dijo: "Ya sé a qué has venido: a echarnos un vistazo y a cagarte de risa de nosotros". Esta vez ha venido a quedarse; le vimos, el último día, dictando una clase en la Universidad Peruana de las Ciencias, sobre la última novela de Mario Vargas Llosa, y le vimos también, emocionado y feliz, cuando le dedicaron una ovación imborrable en la principal universidad limeña, el día que presentó a su colega que también fue su profesor de literatura. Le quieren, no le han dejado de querer, quién podrá dejar de querer a este adolescente que ahora ya está otra vez feliz de nostalgia en la ciudad de Lima.

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