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La conversión de Praga en cementerio

Lo leí hace unos días, en medio de una intensa sensación de vergüenza propia, en una página de este periódico. No he releído, porque no encuentro razón alguna para buscar sutilezas en algo tan grueso, aquella información que, con menos palabras y muchas menos vaguedades, nos puso al tanto de que gente con mando político o intelectual o moral (es lo mismo) de la comarca de Las Hurdes había negado o denegado o alertado en contra (es también lo mismo) de que se pusiera, en este buen año de su centenario lleno de resonancias universales, el nombre de Luis Buñuel a una calle o una plaza o una fachada o un monumento (es de nuevo lo mismo) de algún lugar, no recuerdo cuál ni me importa, hurdano. La razón del rechazo, o lo que fuese aquello, hay que buscarla en el filme Tierra sin pan, que en los años treinta rodó allí en un rapto de genio Luis Buñuel. La celebérrima (considerada una de las obras documentales más excelsas de la historia del cine) película era tildada, en la referida información, de celuloide ofensivo, insultante para las tierras y las gentes que narra y describe, cuando bien vista es un monumento de delicadeza y, sobre todo, de solidaridad para con esas tierras y esas gentes.No entiendo este rebote de patriotería hurdana contra el artista que situó a Las Hurdes entre los paisajes humanos no sólo más universalmente conocidos, sino también más conmovedores de cuantos ha explorado una cámara de cine. Es como si el ralo puñado de los Hombres de Arán se levantaran de su tumba y, a través de las voces de sus hijos y nietos, maldijeran ahora la memoria del poeta que los universalizó, Robert Flaherty, porque éste, como hizo Buñuel al mirar cara a cara, de ser humano a ser humano, a unos hurdanos de su tiempo, logró el milagro de descifrar en ellos el lado humano, inmensamente humano, de unos rostros erosionados, devastados incluso, por siglos e incluso milenios de fatiga, de abandono y de lucha sin respiro contra la terca y canalla agresión de la naturaleza y de la pobreza. Buñuel, como Flaherty, cantó en los sarmentosos signos de estos arrugados rostros el emocionante coraje, la tenaz y hermosa resistencia de unos recios e infortunados hombres contra la adversidad y el aislamiento. Tal es el sentido, no denostador sino ennoblecedor, de Tierra sin pan, prodigio de generosidad artística que debiera enorgullecer a los hurdanos de hoy, como me consta que los descendientes de los escuetos hombres de la isla de Arán se enorgullecen del sublime y amargo canto de Flaherty a sus indomables, míseros y doloridos abuelos.

Hay patrioterías tan venenosas que matan. Hace unos años, una reata de aldeanos de Bilbao sepultó a brochazos de alquitrán y de excrementos una placa que les recordaba que un tal Miguel de Unamuno, español bilbaíno, nació allí. Primero lo tacharon y luego lo arrojaron en forma de estatua al negro olvido del barro de la ría. Y al trazar en el aire el obsceno gesto de tacharlo y despeñarlo, tacharon y despeñaron una de las piedras maestras sobre las que se sostiene la universalidad de su honda ciudad, conocida y amada en todas las latitudes civilizadas del planeta a causa de unas pocas rotundas razones, de las que no es la menos relevante el nombre de Unamuno, en el que el mundo reconoce una cumbre de la poesía de este viejísimo siglo que se resiste a morir. El gesto patriota de negar a Unamuno un lugar en la memoria de su ciudad equivale a matar a su patria, a derruir algo indispensable para que se sostenga el equilibrio íntimo, la delicada identidad de Bilbao.

Y otros rechazos de ilustre escuela aldeana. Como aquel con que, en pleno paraíso estalinista, un jefazo comunista checoslovaco quiso callar la bocaza doblemente locuaz de Jean-Paul Sartre, cuando éste le preguntó qué lugar ocupaba Franz Kafka en la cultura praguense y obtuvo como respuesta que no ocupaba lugar alguno, que aquel escritorzuelo decadente y pequeñoburgués había sido desterrado muerto de su ciudad, lo que fatalmente, redondeó Sartre, convierte a Praga en cementerio.

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