Con mirada ajena M. TORREIRO
Allá donde nací, en Uruguay -un país casi sin cine: la acotación no es banal-, cuentan las crónicas que un día apareció un equipo argentino para rodar nada menos que una película de aventuras inspirada en Los tres mosqueteros. Rodaron incluso exteriores, de modo que una audaz galopada por algunos paisajes cercanos a la capital, Montevideo, llegaba a la osadía de emular otras, tantas veces vistas, por los bosques de Versalles. La cosa se estrenó, y el día del acontecimiento, un ciudadano que había pagado su entrada, viendo hacia dónde encaminaba D'Artagnan a su montura, le increpó a gritos: "¡Por ahí no, que vas a dar al Parque Durandó!". Entrañable constatación de que, a pesar de sus casi ilimitadas posibilidades de manipular y transgredir lo real que tiene el cine, la recreación del espacio fílmico en cualquier película tiene sus limitaciones, que afectan sobre todo al conocimiento previo que el espectador tenga del entorno... y a la habilidad con que el director manipula su cámara.La anécdota revivió cuando vi Barcelona en Todo sobre mi madre. Una Barcelona en la que todo es posible, en la que una puerta que se abre en la plaza de Lesseps resulta cercana a un espacio que se nos comunica como próximo, en el que un senil Fernando Fernán Gómez pasea a su perro, y que no es otro que la plaza del Duc de Medinaceli, situada en la otra punta de la ciudad... Una Barcelona que se muestra en todo su esplendor, pero sobre todo los paisajes que también se pueden reconocer en el exterior: el modernismo, el Palau, la Sagrada Familia.
Miquel de Moragas, uno de los barceloneses que más saben sobre comunicación masiva -y también uno de los que más viajan y más televisión ajena ven-, me decía hace poco que lo que Pedro Almodóvar había hecho con su película, que le entusiasma y considera muy en la onda de nuestros tiempos, era un perfecto catálogo posolímpico de lugares conocidos por los espectadores... americanos, ante todo. Tal vez sea cierto. A mí -que aprecio en Todo sobre mi madre lo que siempre me ha gustado en el cine de Almodóvar: su capacidad para reciclar materiales ajenos, para trabajar con desparpajo en claves genéricas que subvierte con tanta naturalidad como elegancia; de quien tanto me divierte su aire de plebeyo que controla las claves ocultas de cómo hacer sonreír al príncipe- me causa asombro, también aquí, lo poco que me conmueve lo que cuenta.
Y, sin embargo, habría que ser muy torpe, o muy malintencionado, para no reconocer lo que parece una verdad indiscutible: que desde su mirada lejana, Almodóvar ha brindado en Todo sobre mi madre una soberana lección de cómo apropiarse creativamente de los escenarios de una ciudad, de cómo manipularlos para mejor instalar en ellos a sus desgarradas criaturas. ¡Qué no daría alguno de nuestros más reconocidos cineastas por rodar alguna vez un plano, uno solo, capaz de lucir como esa majestuosa grúa que nos introduce, en estremecedora perspectiva aérea, en una Barcelona rutilante, excitante, hermosa! Aunque sólo fuera por eso, Todo sobre mi madre merece un lugar de honor en cualquier antología sobre esta ciudad vista por el cine.
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