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Bellezas americanas ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS

Hay que irse muy atrás, al Hollywood clásico o a la loca y efímera aventura de su reinvención en los años setenta, para encontrar unos oscars tan convincentes y que den tan poca carnaza para hacer ahora, a la mañana siguiente, un recuento irónico y malvado de su noche, hasta el punto de que el cronista echa de menos el siempre proverbial y siempre divertido recuento de los disparates habituales y tiene dificultades para arrancar ante tantos y tan desacostumbrados aciertos como los que oyó en el Shrine Auditorium de Los Ángeles en la madrugada del lunes.Parecía, y finalmente fue inevitable, el triunfo de American beauty en cinco de los apartados esenciales de la creación de cine. Al final de la carrera, durante las últimas semanas, y no sin fundamento, se tambaleó algo con tanta seguridad en la victoria de este admirable filme, ante la presión suave pero creciente de Las normas de la casa de la sidra, una película hermosa y llena de excelencias que, por razones que se me escapan, pasó inicialmente inadvertida en su país mientras a unos cuantos nos secuestraba en su estreno veneciano, sobre todo porque dentro de ella estalla hasta alcanzar los alrededores de lo insuperable el talento de Michael Caine, tal vez lo mejor, lo más refinado, noble y alto que se ha visto en estos guapos oscars.

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Entre tanta belleza americana, de la rara y honda voz inglesa de Michael Caine salió lo más inteligente y conmovedor de la noche, cuando hizo el elogio de los cuatro competidores derrotados por él y cerró sus bocas con este amargo y solidario golpe de elocuencia: "Yo hoy os represento aquí arriba porque algún día vosotros también seréis supervivientes como yo hoy". La belleza americana de Las normas de la casa de la sidra le debe casi todo a este viejo actor británico, como American beauty debe toneladas de su antiguo y enérgico vigor a otro londinense, un tal Sam Mendes, hasta ahora teatrero forjado de espaldas a la pantalla y desde ahora uno de los creadores más rotundos que se conocen de cine futuro anclado en celuloide enriquecido con el serrín de escenario que alimentó a Lubitsch, Brecht, Wilder y otras muchas fuentes de belleza americana procedentes del otro lado del mundo.

Cuando Kevin Spacey salió a recoger, con el permiso del Denzel Washington de Huracán, el premio al mejor actor, reconoció su inmensa deuda profesional con Jack Lemmon, y algo esencial para entender por dónde se mueve la escurridiza trastienda de American beauty quedó de pronto desentrañado y flotando en el aire. Poco antes, otra belleza americana, la casi intrusa Hilary Swank, recordó que estaba allí de reina de la noche por protagonizar con inmenso talento Boys don't cry, extraordinaria película que ha costado veinte veces menos que cualquier dorada basura de cine informatizado. Y todo se hizo más claro, si cabe: el gran cine americano acababa de vencer a sus suplantadores.

Si algo ha salido a flote en esta rara -por carecer de disparates como el que el año pasado convirtió en mejor película al globito de caramelo Shakespeare enamorado, y el que proclamó mejor actor, frente a los gigantescos Ian McKellen de Dioses y monstruos y Nick Nolte de Aflicción, a la simpática pequeñez de Roberto Benigni en su La vida es bella- edición de los Oscar es una idea del cine que desmiente casi todo lo propuesto con embudo en ediciones anteriores y desde hace muchos años. Algo parece modificarse por fin en la idea del cine que mueve a Hollywood y es probable, por lo que esta idea tiene de rescate de los principios de primacía de la creación sobre la fabricación y del cineasta sobre el negociante, que esta modificación tenga algo de irreversible, lo que la convierte en indicio de una mutación. Algo de esto se mascaba en gestos aislados de años anteriores y en brotes de rechazo por inventores e intérpretes de películas de la lógica de los fabricantes de mecanos. Pero muchos tabúes morales, políticos e industriales se han vulnerado en bloque en estos raros Oscar. Sólo les faltó incluir en su lista de bellezas americanas algo de Una historia verdadera, de Acordes y desacuerdos, de Magnolia.

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