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Pistas de despegue ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS

Los festivales de cine son cada vez menos peleas entre artistas y cada vez más idilios entre negociantes. Se han convertido en ferias, tesos o mercadillos de compraventa de celuloide al peso. Cualquier método, por canalla que sea, es lícito si vende un filme. Y hay que entender esta venta no como un asunto de tocateja, de tanto pides tanto doy. Es más retorcida la cosa. Se usa el término vender como derivación civilizada de vencer y como sustituto belicoso del apacible convencer. Un negociante daría un brazo porque su película convenciera, porque convencer aquí es vencer, y vencer es vender, abrirse accesos en los mercados del mundo. El buen cine escasea tanto que si una película muerde algo de renombre, una sola gota de prestigio artístico en un festival, basta este mordisco para que el eco de su título se multiplique como un tam-tam y le abra esos aludidos accesos.Quien no esté familiarizado con estos enormes amontonamientos de cine se sorprendería si comprobase que una película puede entrar en la trituradora de un festival de manera anónima y salir de ella disparada a la celebridad. Y que no es necesario que esto ocurra en los baños de multitudes perfumadas de la sección rica, la oficial y competitiva, sino en lugares escondidos y sin apenas ruido publicitario. En el gran escaparate casi todo está pactado y puede preverse quiénes se llevarán todos o casi todos los gatos al agua. Los automatismos publicitarios son misas, rituales invulnerables. Ellos y no los jurados encargados de dar los premios son quienes designan a los verdaderos ganadores del río revuelto de estos turbios tinglados.

De ahí que las abarrotadas y enjoyadas secciones de lujo sean casi siempre, por ser las más previsibles, las menos interesantes de los festivales. Por el contrario, en algunas de las secciones paralelas -ésas que se mueven en la sombra, con mínima cobertura informativa y el arropamiento de unas pocas docenas de espectadores en vaqueros- es donde con rara frecuencia se cuecen los triunfos profundos, los no efímeros. La falta de presión publicitaria -ese sobo que todo lo envilece- las hace creíbles.

El año pasado por estos días los españoles acreditados en el Festival de Berlín nos enteramos de que había en el Panorama una película andaluza titulada Solas, de la que nadie teníamos la menor noticia. Acudimos a verla a un pequeño estudio ocupado por un centenar de cinéfilos berlineses curtidos en distinguir el buen cine del celuloide engañabobos. Solas destapó allí su empuje y salió de aquella pequeña e ignorada sesión lanzada al mundo entero por la electricidad informativa de pequeños circuitos invisibles pero infalibles. Y por ahí sigue, y seguirá, empujada por sí misma, recorriendo las pantallas de la tierra. Fue la silenciosa gran triunfadora de la Berlinale del año pasado.

Casi diez años antes ocurrió más o menos lo mismo con otra película española titulada Vacas, que provocó tras su proyección un vivísimo debate entre una veintena de espectadores, pero que al día siguiente las plumas de algunos de ellos estaban moviendo la sorprendente película en otras latitudes muy distantes de aquí. Y varios años antes fue aún más espectacular el despegue desde el mismo Panorama berlinés de otra película española, que comenzó allí a entrenarse en el deporte del salto de fronteras, tanto estéticas y morales como políticas. Hoy esa película, La ley del deseo, ha saltado ya todas las fronteras, no le queda ninguna por dejar atrás, y sigue aún completamente viva. Su despegue desde la zona de sombra de la Berlinale fue tan veloz e incontenible que apagó el escaparate del glamour al servicio de Hollywood que invade cada febrero esta vieja ciudad reconstruida.

Son estos tres los mejores, más limpios e irrefutables triunfos en festivales del cine español que yo conozco. Subieron a la cumbre discretamente, casi sin hacer ruido. Porque todavía hacer buen cine necesita ante todo, en palabras que nadie ha osado rebatir a Vincente Minelli, humildad.

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