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El buen librero JOSÉ MARÍA GUELBENZU

Un amigo me traslada su temor ante la presumible sustitución de las librerías tradicionales por las ciberlibrerías, y yo vuelvo a insistir en la diferencia entre antigüedad y caducidad, que tanta gente parece empeñada en confundir. Cada vez que se habla de que algo va a desaparecer (el libro, la librería, los actores de carne y hueso...), me doy cuenta de que la confusión existe. ¿Por qué lo nuevo ha de arrumbar necesariamente a lo viejo?, me pregunto. No hace tanto tiempo que las librerías eran, ciertamente, una especie de santuarios en los que sólo se adentraban los iniciados. La gente común no se atrevía a trasponer el umbral y pasar un buen rato curioseando, porque en una librería en la que uno entra a mirar, qué pide uno si le preguntan: ¿qué desea? Al no saber lo que querían, temían salir de allí más corridos que una mona. La mentalidad general era mentalidad de mercería: uno sabe lo que va a buscar, lo pide, se lo sacan y elige entre varios tipos de cintas, por ejemplo.

Con el tiempo aparecieron las llamadas "grandes superficies", esto es, espacios de librería extendidos, con las portadas a la vista y enclavados en comercios tipo grandes almacenes o supermercados. La gente iba a otra cosa, pero podía curiosear los libros igual que las frutas o las camisas. No cabe duda de que ampliaron la venta del libro (coincidiendo con otros fenómenos sociales), ayudaron a espantar la imagen de santuario de muchas librerías y mejoraron el aspecto y la presencia de las que comprendieron enseguida el reto. Se dijo que las "grandes superficies" acabarían con el librero pequeño. Y no. El pastel se repartió de otro modo, pero como también aumentó, salieron ganando todos, las "grandes superficies" y los libreros decididos.

He estado navegando por la nueva amenaza: las ciberlibrerías, o como se llamen, y he comprobado que quien no sabe lo que quiere no tiene posibilidad de averiguarlo, como ocurría ante la puerta de las viejas librerías de antaño. La información que ofrecen no es decisiva sino mero eslogan. Hoy en día, el librero informado, que además tiene su página web, les gana por la mano de su saber.

Los libreros de librería clásica puede que se hagan viejos, pero no han caducado ni caducará su estilo. No hablo de número de librerías -pues muchas se volverán obsoletas- sino de estilo. En realidad, lo que mi amigo teme es que se acabe ese librero con el que uno puede hablar, al que uno puede consultar, al que los libros le importan como libros y no como meros productos. Las librerías electrónicas pueden acumular mucha información, y lo harán, al menos para sus clientes más exigentes, pero por ahora es imposible informarse de verdad, elegir uno entre varios libros de un mismo tema. Los modos de oferta tendrán que complejizarse mucho para permitir a un lector tomar decisiones sobre un libro entre varios semejantes. Lo que pasa es que cuando lleguemos a ello, la pescadilla se habrá mordido la cola. Es más, supongo que incluso se podrá hablar con empleados de la ciberlibrería para recibir el consejo y ponerle voz, que siempre es más animado. Total: que volvemos a la importancia del librero informado y su relación con el cliente.

De la misma manera que hay quien prefiere los restaurantes pequeños y acogedores a los populosos, de la misma manera que hay quien compra por teléfono y quien prefiere ver el pescado o la fruta antes de comprar, habrá quien se acerque a ver a su librero como quien alcanza el oasis (o converse con él a través del ordenador o la lavadora) y quien pida libros a la buena de Dios. Pero en todo caso, el buen librero, tenga local físico visitable o se halle instalado en el ciberespacio, es una figura que no puede morir en tanto la lectura exista porque es un prescriptor muy cualificado. Es más, puede que su labor se amplíe seriamente ante la avalancha de libros que nos seguirá llegando en cualquier soporte.

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