Hacienda da premios millonarios a quien informa sobre los muertos sin herederos Un profesor de Zaragoza opta a una recompensa de 410 millones de un conocido de su mujer
Más de un centenar de españoles han recibido premios millonarios por apenas unos minutos de trabajo: el tiempo de comunicar a la delegación de Hacienda que un vecino o un conocido ha muerto sin testamento ni herederos. Una norma de 1971 otorga a quien informa al Estado sobre la identidad y los bienes de este tipo de fallecidos el 10% de su fortuna. No son muchos quienes conocen este derecho, pero los que lo saben no renuncian a él. En Aragón, un director de instituto pugna por una recompensa récord de 410 millones.
En Madrid, 19 personas exigieron y cobraron en 1999 los 35 millones que pesetas que les correspondían por ayudar a incrementar el patrimonio del Estado en 350 millones, cifras similares a las registradas en los últimos años; en Galicia, 25 particulares litigan con la Xunta para percibir su 10%, y en Cataluña, siete ciudadanos se han repartido sólo en 1999 un total de 13 millones. Otras dos comunidades con esta competencia transferida, Navarra y la Comunidad Valenciana, ofrecen balances distintos: en Navarra nadie ha reclamado su premio, mientras que en la Comunidad Valenciana hay tres que todavía pleitean y uno más se ha embolsado 1.600.000 pesetas. El récord lo ostenta Aragón, donde Luis Vecino, director de un instituto de enseñanza media, pleitea con el Gobierno autónomo por 410 millones, el 10% de la fortuna que dejó el dueño de la casa en la que trabajó una tía de su mujer durante más de treinta años.Nunca se ha cobrado en España ninguna prima tan sustanciosa, tal vez porque ninguna historia resulte tan extraña como la de Elías Alfredo Martínez Santiago, que murió en Zaragoza en 1998 con 4.100 millones en el banco.
Un imán como ése ha traído a parientes, gobernantes y estafadores de varios países del mundo. Diez primos lejanos de Logroño, Madrid y Buenos Aires, representantes de los gobiernos de Aragón y Chile, más una banda de delincuentes, pugnan a cara de perro por la fortuna que Elías Alfredo heredó de su abuelo, un legado del que ni la madre ni el hijo tocaron jamás una peseta.
Cada mañana, durante 31 años, Elías Alfredo Martínez Santiago se levantó a las siete en punto para fichar 40 minutos más tarde en las oficinas de Eléctricas Reunidas de Zaragoza, donde trabajaba como perito industrial. Allí cumplía rutinariamente su jornada de siete horas por unas 250.000 pesetas al mes. Con esto vivía. Le bastaba para mantener el ático de 200 metros en una céntrica calle peatonal de Zaragoza, en el que nada cambió desde la muerte de su madre, Julia Santiago Ubillos, en 1958. Elías Alfredo tenía entonces 26 años. El forense que certificó su muerte 40 años después encontró la misma cocina de hornillo, sin frigorífico ni horno; el mismo sofá; un piano al que nunca levantó la tapa sustituía al televisor; las mismas bombillas de bajo consumo, casi siempre apagadas, a pesar de no pagar electricidad por su condición de empleado de la compañía suministradora. Del final del siglo sólo daban fe una lavadora y un calefactor. Ni siquiera teléfono. Tampoco cartas; sólo tarjetas de Navidad enviadas desde Latinoamérica por los emporios financieros que él contribuyó a engrandecer con sus acciones.
Porque la fortuna de Martínez Santiago sobrepasaba los 4.000 millones de pesetas. La heredó de su abuelo, Elías Santiago Virumbrales, emigrante en 1875 desde Haro (Logroño) a Argentina. Allí acabó siendo dueño de una flota de barcos de vapor cuyos beneficios invirtió en el continente con un prodigioso olfato para los negocios. Las compañías petroleras, cementeras y azucareras de Chile y Argentina aún generan sustanciosos dividendos.
Cuando el viejo Santiago Virumbrales murió, en 1923, todos los bienes pasaron a su hija Julia, a quien reconoció desde su nacimiento aunque nunca aceptó casarse con la madre, una bonaerense cuyos parientes también reclaman su porción en el pastel.
Julia Santiago Ubillos se casó en España con su primo Sotero Martínez Santiago, un médico de Zaragoza tan poco amigo de la convivencia social como ella misma. Con la familia vivió Antonia Allué en calidad de ama de llaves. A la muerte de la dueña de la casa, Antonia llamó a su sobrina Luisa para que le ayudara en el cuidado de la casa. Así vivieron los tres durante veinte años. Después, tras el falleciemiento del ama de llaves, la sobrina se trasladó a una residencia de ancianos porque no consideraba decente compartir techo con un hombre soltero, aunque éste nunca hubiera mostrado interés por las mujeres ni tampoco por los hombres. Desde la residencia, Luisa supervisaba la marcha de la casa y le advertía sobre su vestuario. Con la muerte de la mujer empezó su decadencia. Se jubiló a los 60 años; a duras penas aguantaba una enfermedad respiratoria que en más de una ocasión le había hecho entrar en coma. Dejó de salir y se hacía el sordo cuando sonaba el timbre de su vivienda.
La asistenta le encontró muerto en la cocina. Se había levantado a buscar las medicinas que aliviaban su ahogo de fumador compulsivo. Durante los últimos años de su vida, sólo dejaba la cama para ir al baño, comer de vez en cuando o buscar los broncodilatadores. Si tenía a mano las cinco cajetillas de tabaco negro que fumaba día y noche, se sentía a salvo. Murió por asfixia. La indiferencia que mostró por el género humano mientras vivió se prolongó después de muerto. Nunca pronunció la palabra testamento ni le importó la suerte del dinero o los parientes, enzarzados con las autoridades en una lucha implacable por la herencia.
El único que permanece tranquilo en su casa es Luis Vecino. "Si he ayudado al Estado a ganar 4.100 millones, merezco la recompensa", dice. El desconocido decreto-ley de 1971 se la garantiza.
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