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Bofetada política

"Ya para siempre voy a ser el director general al que se le quemó el Liceo". Josep Caminal acuñó su propio epitafio el 31 de enero de 1994 ante las cenizas del teatro. El humo le impedía ver más allá de aquella catástrofe. Los negros augurios de los bomberos, que habían estado sobre su mesa y encima de la de sus antecesores en el puesto, se habían convertido en una dramática realidad. Le había tocado la china: precisamente a él, que había propuesto cerrar el teatro para reformarlo, sin que las cúpulas políticas con representación en el consorcio del teatro se sintieran concernidas. Alguna elección u otra habría de por medio, y el Liceo fue siempre un escenario muy apetecido para lucir el tipo.Tras el desastre, Caminal puso el cargo a disposición del presidente de la institución, Jordi Pujol, y éste dispuso que permaneciera en el puesto. Segunda china: ahora le tocaba hacer realidad la promesa del gobernante a pie de siniestro; aquel "lo reconstruiremos", pronunciado con tanta severidad y aplomo como desconocimiento de los medios que harían falta para conseguirlo. Caminal era el designado para inventarse esos medios. Hubo consenso sobre su persona, a excepción de Aleix Vidal-Quadras, quien aireó por algún tiempo el pacto del capó, supuesta conspiración para tapar las responsabilidades políticas bajo el espeso y muy catalán manto del silencio.

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Cuanto medió entre el día del incendio y el 7 de octubre de 1999, fecha de la solemne reapertura, sólo Caminal y acaso su mujer y sus hijas pueden explicarlo con todo detalle, y valdría la pena que lo hicieran pasados los años. Hasta entonces hay que remitirse a hechos conocidos: la culminación del proceso de expropiaciones para ampliar el teatro, que ocupa ahora el doble de superficie que antes del incendio; los largos y duros tratos con los ex propietarios del edificio para obtener la cesión de la titularidad a la Administración pública; la habilidad para que la obra nunca se detuviera por falta de recursos económicos; y, sobre todo, la intuición de que un teatro de ópera del siglo XXI no podía ser lo que había sido en los últimos decenios del XX: un pozo sin fondo para el erario público. Era necesario que la sociedad volviera a implicarse en la ópera: si la antigua burguesía la había dejado languidecer abrumada por sus costes, una nueva generación de mecenas debía tomar el relevo, a la vista de que tampoco las administraciones podían asegurar por sí solas el futuro. Y por esa vía Caminal ha conseguido no sólo que las empresas paguen la mitad de la reconstrucción -más de 8.000 millones de pesetas-, sino algo bastante más importante: que se impliquen en la gestión desde la nueva fundación. Ahora hace falta ver cómo se concretará este último aspecto: sin duda surgirán tensiones en el reparto de los papeles públicos y privados, pero la originalidad y valentía del modelo resultan evidentes.

Todo ello se ha producido al margen de la instrucción judicial abierta por el incendio. Caminal anunció que dimitiría si algún trabajador del teatro era inculpado. Lo fueron cuatro y él cumplió su palabra, en febrero de 1997: la dimisión le fue aceptada con inusitada rapidez por Jordi Pujol, aunque se le pidió que permaneciera en el cargo hasta la reapertura. Efectuada ésta, y cuando los elogios hacia su capacidad de dirigir el proceso han sido unánimes, se va, justo una semana antes de que comience el juicio.

Su gesto constituye una vistosa bofetada política, pues reabre la cuestión de unas responsabilidades por encima de él que nunca fueron depuradas. Si a ello se añade la reciente negativa dada a Pujol para volver a presidir la Corporación Catalana de Radio y Televisión -responsabilidad que ya ejerció en 1984-, entonces se entenderá que Caminal está pasando una dura factura a sus correligionarios: la oferta le llega, evidentemente, no por sintonía política con ellos, sino por la debilidad parlamentaria en que se encuentra Convergència i Unió, consciente del alto consenso que el nombre de Caminal suscita en la oposición. Durante la reconstrucción del teatro, a menudo ha dado la sensación de que los socialistas le apoyaban más que sus propios compañeros de partido.

Militante de primera hora -ingresó en Convergència Democràtica de Catalunya en 1975-, Caminal llegó a ser, de la mano de Miquel Roca, el número tres del partido, cuando ocupó el cargo de secretario de organización entre 1988 y 1992. En las elecciones municipales de 1991 fue segundo en la lista por la ciudad de Barcelona.

Al epitafio de 1994, seis años después, debe añadírsele una coletilla importante: Caminal ha sido el director general al que se le quemó el Liceo, pero también ha sido el director general que lo reconstruyó.

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