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La ausencia de Pavarotti provoca un gran escándalo en el homenaje a Kraus del Real

Un sector del público abandona entre abucheos la sala y exige que le devuelvan el dinero

Jesús Ruiz Mantilla

El homenaje de ayer a Alfredo Kraus en el Teatro Real se convirtió en un guión perfecto para que los hermanos Marx hubieran rodado la segunda parte de Una noche en la ópera. Tres figuras se apearon del cartel y buena parte del público se enteró en la butaca. Ni María Bayo, ni Ramón Vargas, ni Luciano Pavarotti acudieron a la gala que el Real había preparado con mimo. Gritos, escándalo en el vestíbulo y devolución del importe de las entradas a quien lo exigió colmaron una noche de furia que empañó la memoria del más grande de los tenores españoles.

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Entre 2.000 y 15.000 pesetas había desembolsado el respetable en beneficio de la Fundación Reina Sofía. A las ocho de la tarde, una voz anunciaba la desbandada del cartel. Primero que si María Bayo, segundo que si Ramón Vargas. Tercero, horror, Luciano Pavarotti. La traición máxima de uno de los tres tenores a la memoria del, para muchos de los presentes, sagrado Kraus se había consumado sin que este último pudiera desquitarse en vida. Llovieron los programas, se oyeron vivas a Alfredo y gritos de "¡sinvergüenza!" para el de Módena.Carmen Oprisanu salió a cantar su primera aria de Mozart. No pudo. Esperó, entre pateos, insultos de unos y aplausos de otros, poder empezar. Se retiró arropada por el maestro García Asensio, que en todo momento mantuvo el tipo. En esto apareció Juan Cambreleng, gerente del teatro, a dar explicaciones ante la insistencia del público. Dijo, con el aliento seco, tembloroso, y algo enfadado: "El Teatro Real ha hecho un gran esfuerzo por organizar esta gala. No tienen razón los que gritan", aseguró. Más gritos. Ya se temía que llovieran tomates. Hacía gestos con las manos. Siguió. Culpó a la gripe. Salvo en el caso de Ramón Vargas, que suspendió porque hace dos días murió su hijo de tres años. En esto dijo: "Pavarotti, a quien iba a traer aquí un avión privado junto a Plácido Domingo [que sí estuvo], me dijo que se encontraba indispuesto". Los rugidos no le dejaron seguir. Apenas pudo hacer un envite. "A quien quiera le devolvemos el dinero". Perdió la mano. Una gran parte del aforo huyó de sus asientos.

Luego, ya en el vestíbulo, los trajes, las corbatas y las pieles parecían ropajes de alguna peña de desaforados ultrasur que gritaban: "¡Alfredo, Alfredo!" y "¡qué vergüenza!". Alguien afuera anunció que se suspendía y se hizo un aplauso; dentro, Ana Botella, la esposa del presidente del Gobierno, se levantaba en su palco y no sabía muy bien qué podía estar pasando. Pero resulta que lo de la suspensión fue una falsa alarma y la música empezó a sonar. Los que seguían en el vestíbulo querían volver a entrar. "Mentirosos", les gritaban a los pacientes acomodadores que en fila, como los hombres de Harrelson, custodiaban las puertas para que pudieran entrar los supuestos alborotadores. Después, según aseguró el propio Cambreleng, se supo que el público había provocado algunos destrozos con su ataque de ira. Hubo una avalancha de agraviados que golpeaban las puertas de madera. Llegaron los de seguridad y se hizo la calma cuando alguien dijo: "Pasen por la taquilla. Se devuelve el importe de las entradas". Y en el mismo lugar, el vestíbulo del Teatro Real, donde se celebró en septiembre pasado el funeral de don Alfredo de cuerpo presente se formó una cola que daba la vuelta al lugar. Menudo espectáculo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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