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El coraje del silencio JOAN SUBIRATS

Joan Subirats

Dicen que cada nuevo día, cada nuevo año, cada nuevo siglo o cada nuevo milenio se nace. Y en ese nacer se proyectan nuevas ideas, nuevas esperanzas. En estos días de acumulación de nacimientos, me gustaría formular un deseo. La cosa es simple: ¿podríamos hacer menos ruido? La agresión ambiental que representa el altísimo ruido de nuestras ciudades debería ser objeto de mucha mayor atención por parte de todos. En mis relativamente frecuentes contactos con visitantes extranjeros me ha ido sorprendiendo la unanimidad en dos juicios de valor sobre Barcelona: la ciudad es muy agradable, tiene muchos puntos de interés y en ella se vive francamente bien; el problema principal que tiene, dicen todos, es el ruido. En este tema los expertos expresan pocas dudas: el 80% del ruido ambiental lo provoca el tráfico de automóviles, autobuses y motocicletas. Y es ese tráfico el que indudablemente está provocando que nuestra ciudad esté en la gama más alta de ruido ambiental imaginable, por encima de los 65 decibelios en muchos puntos de la ciudad. Sólo el 15% de la población europea está en esa alta franja sonora (según datos del Centre d"Estudis d"Informació Ambiental). Se calcula que a partir de los 70 decibelios se entra en una situación en la que es difícil usar el teléfono, un despertador está en los 80 decibelios y las bocinas de los coches llegan a 120. El 60% de las calles de Barcelona están por encima de los niveles de ruido recomendados por la Organización Mundial de la Salud. El ruido tiene efectos psicológicos y físicos muy variados, y es evidente que su molestia es muy subjetiva, pero todos los especialistas apuntan a que por encima de los 45 decibelios no se puede dormir, o que los efectos posteriores del ruido son notablemente perniciosos.

Hay quien afirma que la reciente compra por parte de grandes magnates (los Benetton, el patrón de la CNN, Turner, o el financiero Soros) de enormes extensiones en Argentina se debería más a la búsqueda de espacios donde estar solo y en medio del silencioso ruido de la naturaleza que a la voluntad de invertir en tierras. Ese gran capital en soledad y silencio acabará siendo, dicen, lo que distinguirá a los verdaderos privilegiados en el futuro. Yo me conformaría con que en algunos años nuestra calidad de vida mejore y mejoren nuestras posibilidades de comunicación y relación social, y para ello lo primero es afrontar el tema del tráfico. No puede ser que la minoría que usamos coche y moto en la ciudad obliguemos a los demás (y a nosotros mismos cuando nos transmutamos en peatones) al calvario de ruido, polución e invasión de todo tipo de espacios. Las medidas están claras desde hace años y existen suficientes experiencias que lo corroboran. Lo que falta es el coraje y la fuerza para llevarlas acabo.

Con relación al ruido el tema clave es la velocidad y las motocicletas. En 1992 la ciudad de Graz impuso una ordenanza que limitaba la velocidad en la ciudad a 30 kilómetros por hora. Si entonces sólo cinco de cada diez ciudadanos apoyaban la medida, hoy ya son el 80% los que la aceptan. En esa ciudad austriaca los accidentes se han reducido una tercera parte y la polución sónica ha bajado a la mitad. La reciente celebración del día sin coches en 165 ciudades europeas (el 22 de septiembre) hizo bajar el ruido en ciudades como París entre un 50% y un 75%. Las medidas que introdujo Bernhard Winkler en Bolonia han dejado la ciudad como una de las de mejor calidad de vida en Europa: límites estrictos de velocidad de 30 kilómetros por hora en el centro y de 50 en la periferia, y aumento espectacular de las zonas restringidas al tráfico rodado. Medidas similares se han tomado en muchas otras ciudades.

En la ciudad de Barcelona el límite es de 50 kilómetros por hora, pero casi el 70% de los automóviles no lo respeta. Si alguien busca soluciones, la Diputación de Barcelona presentó hace poco más de un año un estudio dirigido por Vicenç Sureda, con la participación de Pau Noy y Ole Thorson, en el que un político con ganas de hacer cosas tiene una amplia gama de posibilidades para demostrar que le importa la calidad de vida de sus conciudadanos. En muchos casos, no se trata tanto de sanciones o de incrementar la dotación de guardias, como de introducir elementos urbanísticos que garanticen la reducción de velocidad y la conducción calmada (eliminación de aceras en ciertas calles o ampliación de las mismas en otras). Cosas que se van haciendo en Barcelona, pero con cuentagotas. Necesitamos nuevos impulsos del estilo del que puede significar en Gran Bretaña las nuevas medidas anunciadas por el Gobierno Blair para ampliar extraordinariamente las zonas peatonales en las grandes ciudades.

Otras medidas podrían ser también espectaculares. Por ejemplo, incentivar el cambio progresivo de las motocicletas de dos tiempos por las de cuatro tiempos, que son mucho menos ruidosas. O perseguir a los motoristas que cambian los tubos de escape de sus motos para, precisamente, ir más deprisa y hacer más ruido. Un guardia urbano que localice un tubo de escape no homologado lo tiene fácil. Cambiar el tipo de pavimento también ayudaría. Muchas de esas cosas están ya recogidas en la legislación y en la ordenanza municipal, pero la cosa no parece mejorar. Las autoridades parecen más preocupadas por las reacciones de los grupos de interés organizados en torno al automóvil que por aliarse con la mayoría de la población que saldría ganando con los cambios.

Es evidente que a mucha gente, o no parece importarle el tema, o prefiere ruido individualista a calidad colectiva. También conozco a personas que consideran el silencio como algo insufrible. En nuestra cultura latina acostumbramos a vincular el silencio con algo muerto, con un entorno sin vida. Un restaurante poco ruidoso es mirado a veces con prevención. A pesar de todo, creo que ha llegado la hora de tener el coraje de buscar sino el silencio, sí al menos, una ciudad menos ruidosa. Prometo hacer ruido si al final todos nos sentimos inquietos con tanto silencio, pero me temo que mi voluntarismo no será necesario.

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