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Las autoridades sólo han identificado a 2.000 de los 30.000 muertos por las riadas en Venezuela

Juan Jesús Aznárez

Un perro aún llora y apenas come desde que una riada de lodo, basuras y coches sepultara los tres sótanos de una torre de 18 pisos de Caracas, y con ellos, a sus amos, los porteros. Lloran también en peregrinación por los tanatorios de la capital y del Estado de Vargas legiones de venezolanos que perdieron a familiares en una de las catástrofes más terribles del siglo en América Latina. Determinar la suerte de los desaparecidos e identificar los cadáveres encontrados, menos de 2.000 entre los más de 30.000 previstos por las autoridades, es una tarea penosa en la reconstrucción del litoral arrasado.

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Las calamidades son incontables en una nación que crea comisiones sanitarias, financieras, urbanísticas o de orden público, que olvidó mayoritariamente las diferencias políticas y sociales y acomete programas y movilizaciones ciudadanas para reparar las carreteras, conducciones y tendidos de un Estado que habitaron antes del pasado día 16 más de 400.000 personas. Hoy sólo quedan 30.000, al pie de sus bienes, en viviendas fantasmas, compradas muchas con préstamos y créditos hipotecarios hoy impagables. El Gobierno dispone de una primera partida de 1.000 millones de dólares para levantar cabeza y albergar en 20.000 nuevas viviendas -6.500 disponibles y el resto a construir-, a 75.000 damnificados. No será fácil atender a todos, a 200.000 nacionales con problemas.

El grupo de derechos humanos Cofavic (Centro en Favor de las Víctimas) ha propuesto que un equipo de forenses y de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela excave a mano, con palas pequeñas, evitando las máquinas, la mutilación de miembros durante el desescombro. El barro caído desde los picos del Ávila se ha solidificado y, probablemente, ese emparedamiento ocultará identidades para siempre. Liliana Ortega, directora del Cofavic, aconsejó elaborar fichas antropométricas, habilitar camiones frigoríficos y publicar listas y fotografías de las víctimas en color. "Es prioritario salvar vidas, pero los muertos y desaparecidos también son tragedia".

La tragedia de Emilia Ramírez es la de muchos. La madrugada del 16, despertada por un caudal de agua atronador y cada vez más próximo, agarró a sus dos hijos, de 10 y seis años, y huyó con ellos a la carrera confiada en que su marido hacía lo propio. Alguien dijo haber visto su cadáver flotando por una quebrada. Comenzó una búsqueda angustiosa. En el Hospital Naval le dijeron que sus restos habían sido trasladados a una morgue de La Guaira. Allí debió bucear entre un montón de cadáveres. Le comunicaron que su esposo respondía a la clave 41-A. No lo encontró. En otro tanatorio un camillero revisó una lista: "Cadáver no identificado, 60 años aproximadamente, proveniente del hospital Naval". Emilia pensó que era su marido. El cuerpo, sin embargo, no apareció, ni corresponde a las fotografías de cientos de víctimas expuestas en los diferentes depósitos, apenas reconocibles por los traumatismos.

La Fiscalía General de la República procesa las denuncias sobre personas desaparecidas o fallecidas y ha dispuesto tribunales ambulatorios para proceder a las inhumaciones. Una página web de la fiscalía, con terminales en albergues y centros de acopio, todavía por instalar, informará sobre las características de los desaparecidos, y de los niños que perdieron a sus padres, o se perdieron ellos en la confusión. Treinta fueron alojados en La Casona, la residencia del presidente, Hugo Chávez.

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La desesperación se abre camino con facilidad entre las familias con caídos. Una madre localizó a su hijo en una tumba de azadón. Al borde del síncope, sostenida por los sepultureros, quería desenterrarlo. "¡Ahí está, enterrado como un perro, mi hijo, que era presidente de la Asamblea Legislativa de La Guaira! ¡Que alguien me ayude!"

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