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El masivo éxodo de damnificados desborda la capacidad de auxilio del Gobierno venezolano

Juan Jesús Aznárez

El venezolano Luis Landaeta, sepultado en un sótano del litoral, pidió auxilio con el teléfono móvil de un cadáver, pero se le acabaron las pilas, y probablemente la vida, y no pudo abordar los buques de la Marina de guerra que ayer habían completado la evacuación de decenas de miles de personas en el Estado de Vargas. El 80% de las víctimas de unas inundaciones que han causado oficialmente más de 10.000 muertos fue evacuado, pero el éxodo revienta albergues, hospitales, barracones y escuelas, y anticipa una tragedia. Son 300.000 los afectados.

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El futuro de los fugitivos del cerro del Ávila es tan sombrío como el aspecto de los fallecidos enterrados en fosas comunes o tétricamente expuestos a las puertas de los depósitos de cadáveres para facilitar su identificación por los deudos."No me dejes solo, César Miguel. No me dejes solo", suplicaba Landaeta al periodista de Unión Radio César Miguel Rondón. "No sé qué hacer. Me duele el pecho. Estoy desesperado. No sé el número de este teléfono. Es de uno de los cadáveres". Aprisionado bajo toneladas de lodo en un edificio de Los Corales, Landaeta agonizaba junto a sus dos hijos y su esposa, que murió al poco. Le acompañaban seis cuerpos más sin vida, el de su madre entre ellos. "Yo estoy tranquilo, pero mi papá, no", decía el chaval, de cinco años. "Todo esto es puro barro, César Miguel. Y yo... yo tengo muchas ganas de hacer pupú y no tengo dónde", confesó Luis. Después, un silencio premonitorio. La familia Landaeta no pudo ser rescatada. Lo intentaron los perros mexicanos, pero abandonaron sin hallar el rastro. La catástrofe, las consecuencias de unas avalanchas que atronaron como cien truenos en uno, que separaron de cuajo cabezas, piernas y familias, han desbordado la capacidad del Estado venezolano, volcado en una movilización hercúlea y tratando de redactar un inventario de tierras en toda Venezuela para reubicar a los damnificados en poblaciones de nueva creación.

"Muchas [de las 300.000 personas que lo perdieron todo o casi todo] hubieran preferido morirse", decían los socorristas. Batallones de soldados, guardias nacionales y policías, y legiones de voluntarios, ocupan el pequeño Estado de Vargas, en busca de compatriotas que aún deambulan al pairo o averiguan, aturdidos, sobre los suyos, volteando cadáveres que ya hieden.

Muchos esperan su rescate en azoteas y cerros, sobre aldeas convertidas en cementerios, y otros rechazaron su evacuación temiendo que al aceptarla sus propiedades serían inmediatamente saqueadas. Juan Arias subió a un barco con una escopeta recortada y el último cartucho en la recámara. Había agotado la munición después de defender a tiros, durante cuatro días, su casa de clase media en Caraballeda.

Todos los aviones disponibles de la Fuerza Aérea, dos de las cuatro fragatas de la Marina (las otras dos están en EEUU), cuatro transportes de tropas anfibios, siete patrulleras, un remolcador y cinco helicópteros desarrollan una operación de rescate como no conoció Venezuela en este siglo. Se han perdido más de 200.000 puestos de trabajo en un país con el 80% de sus nacionales en la pobreza. "Veinte años de trabajo van a este morral", confesaba un profesional. El Gobierno redacta un censo con los nombres y cualificación profesional de las víctimas para tratar de encontrarles un futuro, y la sociedad venezolana colabora en lo que puede.

La operación anfibia, con cuatro puntos de recogida en radas y marinas distantes una hora de navegación de La Guaira, se ejecutaba ayer ordenadamente, conscientes la mayoría de los damnificados de que en la aceptación de las instrucciones les iba mucho. No todos aceptaron su igualitario agrupamiento en colas de proporciones bíblicas. Una abogada, fuera de sí, protestaba su obligada convivencia con el rancho y el populacho. "Tengo plata para pagar un helicóptero o fletar un avión que me lleve a Miami. No es justo que tenga que comer sardinas, atún y galletas de soda. ¿Ustedes cren que soy una cualquiera?". Le respondió una vieja: "Nada somos, y en la tumba todos somos iguales"

El principal problema viene después de 15 días, cuando resulta que hay centros de acogida que sobrepasan las 5.000 personas", advierte el general de brigada de la Guardia Nacional Carlos Alfonzo Martínez. Se escuchan tiros en el litoral venezolano, y quienes han sido atropellados o robados claman por la ley marcial y el tiro en la nuca. Mil soldados, guardias nacionales y policías baten con armas largas poblaciones y playas, y el saqueado puerto de La Guaira, para contener y detener a los jefes de turbas delincuentes o hambrientas. Lejos de ayudar, canallas procedentes de barrios marginales irrumpieron en domicilios, bares, restaurantes y comercios y huyeron con joyas, televisiones y armas. Testigos llegados de Caracas aseguran que los más miserables roban y, entre el barro y los cascotes, atropellan a mujeres jóvenes. "Las personas que cuentan estas historias", señala el periodista Pablo Bayley, "se lamentan de no haber tenido fuerzas físicas suficientes para salvar a las adolescentes que gritaban a la luz del día, violadas dentro de casas en escombros".

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