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Idioteces y cine

Vicente Molina Foix

Lo estúpido le interesó a Flaubert desde muy joven. Mientras iba creando, con la minuciosa filosofía de un orfebre, sus grandes relatos, no se olvidaba de redactar -¿pensando ya en Bouvard y Pécuchet, su novela final sobre la sandez?- un Diccionario de los lugares comunes, a modo de irónico catálogo de "las opiniones chic". En las entradas de este breve compendio hay aforismos, simples bromas pesadas y alguna greguería avant la lettre; de diccionario, por ejemplo, escribe Flaubert: "Hay que decir: no está hecho más que para los ignorantes", y páginas después, en la anotación de Sabio: "Embromarles. Para ser sabio, sólo hace falta memoria y trabajo".La voluntad paródica del autor de Madame Bovary tenía un destructivo rival interior: su instinto autoparódico. Por eso no conviene tomar al pie de la letra sus asechanzas contra los eruditos y contra esos depósitos de sabiduría recibida que son los diccionarios; Flaubert atemperaba siempre su preciosismo narrativo con la intención científica de un moralista social.

No paran de salir diccionarios en este cambio de siglo. Todo lo que sucede y lo que no sucede, lo que se habla, lo que se desea, lo que se chapurrea tiene el correspondiente tomazo en tapa dura o su CD-ROM. Cuando la mayoría de nosotros estemos ya encarnados en ese tercer entorno telemático del que habla Javier Echeverría en su último y sugestivo ensayo Los señores del aire (Ediciones Destino), el cine, que es la Gran Madre postergada y algo harapienta de todos los inventos de Telépolis, tendrá una fácil plasmación en las pantallas caseras de los ordenadores, o lo que entonces se estile. ¿Puede pensarse mejor catálogo chic del cine que aquel que permita revisar, pulsando una tecla, la secuencia de las escaleras de Odessa en El acorazado Potemkin o la voz rauca de Greta Garbo a la vez que ese mismo programa nos instruya, pulsando otra, sobre lo que siempre quisimos saber de esos iconos contemporáneos?

Mientras llega el momento, Augusto M. Torres, que no sé en que grado de maestría telemática estará, insiste con el instrumento que a mí me gusta más y hoy por hoy aún sirve: el libro. El libro de cine. Hace no tanto tiempo, las tiendas españolas no tenían de eso, y las editoriales veían una ruina segura en la publicación de ensayos sobre los directores o las corrientes fílmicas más importantes. La situación ha cambiado, en buena medida gracias a las iniciativas de los festivales de cine, que palian a menudo, con el formato del homenaje-libro, las carencias de las colecciones existentes. Ahora mismo tengo en la mesa las tres últimas publicaciones de la Seminci de Valladolid, y da gusto verlas; dos "rescates en vida" (que son los buenos) de cineastas interesantísimos y plenamente activos, Jaime Chávarri y Robert Guédiguian, y un suntuoso catálogo de los trabajos de dirección artística del fallecido genio Alexander Trauner.

Memoria y trabajo, decíamos que decía Flaubert. Qué granuja. Naturalmente que él sabía que para ser sabio, y sobre todo en materias artísticas, no basta recordarlo todo y apuntarlo todo. Hay que tener criterios. Y valor. Para equivocarse, riesgo que siempre corre el estudioso que opina. Augusto M.Torres logró la heroicidad de publicar libros de cine cuando el mercado no los quería, y en las bibliotecas deben de andar (en la mía están, desde luego, y muy manoseados) sus estudios del cine latinoamericano y del italiano, de Glauber Rocha. Ahora que es normal ver, comprar y hasta leer una aproximación a Vicente Aranda o los escritos luminosos de Dreyer y Bresson, M. Torres practica la ciencia comprometida. Primero fue su Diccionario Espasa de Cine; la mundialidad parecía hacer posible tanto volumen, tanta información, tanto precio. Pero no. La buena noticia es que el autor se callaba en esa obra monumental lo que también sabía de las cosas de casa, y acaba de salir su Diccionario Espasa del Cine Español.

Aquí está todo, incluido lo que el paciente archivo de otras memorias olvidó: guionistas, directores de arte, productores, al lado, claro, de directores, actores, "películas inolvidables de las que nadie se acuerda", como escribe el prologuista Gutiérrez Aragón. Trescientas páginas después, el autor del diccionario pone serias pegas a una de las películas de este gran director español. Y es que se trata de un diccionario para ignorantes, no para estúpidos.

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