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Justicia y repetición

Josep Ramoneda

La única novedad que ha aportado la petición de Garzón al Tribunal Supremo sobre Felipe González y los documentos del Cesid ha sido la inusual celeridad en la respuesta de los jueces. Todo lo demás es repetición de la jugada. La decisión: el propio Garzón sabía que el Supremo no modificaría sus posiciones anteriores en tanto que su memoria expositiva no aportaba datos nuevos. Los antecedentes: la intervención de Garzón en este caso estará siempre marcada por su fugaz paso por la política que hace difícil de entender que siga con estos asuntos. El entorno: el PSOE se ha columpiado una vez más en la teoría de la conspiración de la derecha que saca a relucir cada vez que los jueces no actúan a su gusto y los justicieros de siempre han puesto en marcha el habitual chorreo sobre los magistrados que no aceptan dar forma legal a las sentencias que ellos ya han dictado en sus periódicos. Todo ha tenido una sensación de ya sabido. Incluso la aparentemente destemplada pero muy medida frase de Felipe González sobre el guiñol y el Estado de derecho, que forma parte de los ejercicios de tiro de precisión que el ex presidente nos ofrece a menudo, utilizando el desdén institucional cada vez más peligrosamente para situarse fuera de un barullo que le pilló -y no por casualidad- en el centro.Incluso el personaje, Garzón, ha sido fiel a sí mismo. Su petición sobre las responsabilidades de Felipe González se enmarca en la lógica de su modo de actuar habitual. Lo que no estaba en su guión es que algunos miembros del Tribunal Supremo sintieran cabreo institucional, al entender que Garzón les pasaba la patata caliente para poder quedar como el guapo de la película, y reaccionaran con tanta celeridad. La rápidez convierte una respuesta anunciada en regañina al magistrado que formula la petición. Debería ser primera norma del garantismo no levantar la sospecha sobre un ciudadano sin fundamento jurídico alguno. De algún modo es lo que le dice el Supremo a Garzón cuando dos horas le bastan para dejar claro que no había nada que justificara su actuación.

El Tribunal Supremo ha querido cortar de raíz otra plaga de revoloteo político sobre la justicia. Pero vivimos en una sociedad permanentemente metida en una borrasca comunicativa y esto no puede olvidarse. El viejo sueño de unos magistrados protegidos por muros de silencio y venerable respeto es incompatible con los usos de la sociedad contemporánea. La justicia debe asumir que está dentro del campo que iluminan los focos de los medios de comunicación. Y que la visibilidad no hace más que confirmar su humana condición. Aquellos territorios en que la justicia se encuentra con la política y el dinero son especialmente sabrosos para los medios, con la complicidad, a veces irresponsable, de los propios dirigentes políticos. No son los únicos. Los medios fijan mucho su atención en las decisiones judiciales que tienen que ver con cuestiones de gran impacto ciudadano, especialmente casos de crímenes sexuales y de maltrato a los mujeres.

Ante esta realidad cabría pedir a la justicia una mayor pedagogía -o habilidad comunicativa- en la explicación de sus resoluciones. Sé que las exigencias de la ley no siempre se corresponden con el sentido común. Que puede haber sentencias ajustadas a derecho que a la ciudadanía le parezcan incomprensibles. Y que la justicia debe ser una barrera a las demagogias construidas sobre momentos de indignación. Pero explicarse también ayudaría a entenderse y a acordar las normas al sentir ciudadano de cada momento histórico. La idea conservadora de ampararse en la liturgia y en el carácter obtuso del lenguaje técnico como forma de marcar autoridad y distancia no tiene mucha virtualidad en una sociedad abierta. Los ciudadanos tienen derecho a ser tratados como mayores de edad: es decir, a que se les explique la elemental verdad de las cosas.

Nuestros políticos cuando alcanzan el gobierno tienden a creer que el sufragio universal les da derecho a una tutela general sobre el país. En medio del torrente politico-mediático desarrollan rápidamente sus paranoias: siempre creen estar asediados. Y buscan salir del asedio reforzando su poder fuera del espacio político: en los medios, en el poder económico, en la justicia. Puesto que difícilmente se les hará cambiar de actitud, puesto que veinte años de democracia demuestran que no se puede contar con ellos para liderar cierta pedagogia democrática, no queda más remedio que estar alerta a cualquier movimiento de aproximación a la justicia o al dinero.

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