Civiles desarmados en guerra contra la guerra
Los campesinos colombianos no pueden esperar a las negociaciones de paz y se declaran "resistentes" al conflicto
El Gobierno de Andrés Pastrana negocia la paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y anuncia que, probablemente antes de final de año, comenzará un proceso similar con el Ejército de Liberación Nacional (LN). Un momento histórico para Colombia y un sueño lejano para las víctimas de la violencia alejadas de los centros de poder. Sin esperanzas en el proceso político, un puñado de campesinos resiste a esta guerra en la selva del Chocó.El Chocó ha sufrido históricamente la violencia del abandono. Pero, desde 1996, otra violencia se suma a la de la marginación: la política, a la que se culpa de todos los males, pero que sólo es responsable del 13% de los 30.000 asesinatos que se producen al año en el país, según la Comisión Colombiana de Juristas. La población del Chocó (medio millón de personas) sabe que la peor guerra llega después de las matanzas. La persecución, el cierre de escuelas y hospitales y el bloqueo económico se extienden como una metástasis.
La región es estratégica. Fronteriza con Panamá, con costa en el Caribe y en el Pacífico, rica (y saqueada), puerta de entrada de armas y de salida de cocaína, tapiz de un futuro canal interoceánico, almacén de madera y de metales preciosos, reserva de biodiversidad. Se trata de uno de esos escenarios de guerra desconocidos para medio mundo, incluso para Colombia.
En el Chocó se demuestra que la ausencia de Estado multiplica la violencia. Y, efectivamente, en la región no hay Estado, y, si lo hay, es el estado impuesto por guerrilla primero, paramilitares ahora, y siempre con el narco como caja de caudales. En la lucha por el control de este territorio históricamente guerrillero, los paramilitares ganaron los ríos en 1998 (el principal, el Atrato) y los insurgentes permanecen en la selva. Los unos y los otros se disparan pocas balas, la guerra se hace intercambiando cadáveres de civiles. Y, si hay un ganador en ese campo, son los paras.
Según el registro de la diócesis de Quibdó, los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) han asesinado a al menos 150 civiles en la zona conocida como Medio Atrato. En el Bajo Atrato, cerca del Caribe, los más optimistas hablan de 500 muertos. En toda la región, unas 6.000 personas han sido desplazadas. Sólo en el río Jiguamiandó, afluente del Atrato, señalado como zona guerrillera, las AUC mataron, entre octubre de 1997 y noviembre de 1998, a más sesenta civiles, quemaron unas 120 casas y dejaron, que se sepa, 117 huérfanos. Y todo ello, según denuncian los campesinos, con la complicidad del Estado. Es en esta zona, con ayuda de la diócesis de Quibdó y de la ONG vasca Paz y Tercer Mundo (PTM), donde la resistencia de 900 campesinos (350 menores) a abandonar la tierra es más contundente.
Los autodenominados "resistentes" explican que no son neutrales, porque la equidistancia se hace difícil cuando sobrevivir no es un deporte de riesgo. "Nos tocó huir de las comunidades sin toldillos [mosquiteras], sin cobijas, ni alzamos [cogimos] los pañales de los niños", cuenta un campesino en Bella Flor del Remacho, un caserío al que han salido desde la selva para reunirse con PTM líderes de 24 comunidades organizadas en la Asociación Campesina del Atrato. Durante casi tres años han vivido encaletados, en la selva y durmiendo en caletas (cuatro palos y paja que hacen de vivienda).
Cuando llegaron los paras, cada uno escapó como pudo, con la nada que pudieron recoger, niños (cinco murieron), ancianos y mujeres embarazadas ("yo alumbré a la carrera. La niña falleció en dos meses. Murió de un llanto. Un día comenzó a llorar a las seis de la tarde y paró hasta las doce, cuando murió").
"A los gallos y a los perros los matamos, porque mucho ruido hacían y podían delatarnos", cuenta Raúl. Relata su desventura en un cambuche (construcciones que sustituyeron a las caletas) a dos horas de la comunidad en la que vivía, a través de lodazales y selva. Mientras habla, dos niños lloran aferrados a sus piernas: "Es que cada vez que ven extraños creen que empieza todo de nuevo. Todavía da guayabo [pena] al recordar cuando, en la huida, preguntaban: papá, ¿nos van a matar?".
Ahora, con la fuerza de la unión, uno de los líderes de la Asociación Campesina, Andrés, anuncia: "Con apoyo de otra gente, con apoyo internacional, estamos dispuestos a poner muertos para lograr que el resto resurja. Si nos quieren matar, que lo hagan, somos muchos".
Para acabar con la resistencia activa, las AUC han tomado medidas. Desde hace meses, los paras no dejan vender los productos de la tierra ni comprar los fabricados por el hombre. El hambre debe lograr lo que no han conseguido las armas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.