Leche de amnesia
Después de repetidas invitaciones por teléfono a mi casa de Londres, decidí reunirme con José María Aznar el día antes de recibir el Premio Cervantes con la medalla de oro que me acreditaba como ganador en 1997. Esa tarde vino a buscarme al hotel Palace un automóvil oficial; al entrar supe que era un carro blindado. Venía conmigo en esa ocasión Mario Vargas Llosa.La reunión se celebró en el palacio de La Moncloa, donde nos esperaba Aznar, que me pareció más alto que en la televisión y las fotografías. El protagonista del encuentro sería Aznar, los antagonistas, que todavía no sabíamos que lo seríamos, fuimos Vargas Llosa y yo. Fue bueno que Aznar invitara también a Vargas Llosa porque seríamos los dos testigos de excepción de lo que dijo o no dijo y quiso decir Aznar.
El señor presidente, como el Rey, me trataba de tú, yo insistía en tratarlo de usted no por reconocimiento a su cargo, sino por mera cortesía de aldeano recibido en Palacio. Es decir, no por marcar distancias políticas sobre las que Aznar trataba de extender el puente de oro de la bienvenida al heraldo, él debía saberlo, que vendría con malas noticias.
Después de lo que se podría llamar inanidad sonora, le pregunté a Aznar a bocajarro: ¿Pero usted dijo que movería pieza si Fidel Castro movía las suyas? Hasta ahora es usted el que ha movido todas las piezas. "No creas", dijo Aznar, "él también ha movido piezas", sin especificar las piezas movidas por Castro. ¿Sería una de ellas el cambio de corbatas, una de seda por otra con su nudo? Aznar opinó ya al final de la reunión: "Castro está ahí. No se va a morir por ahora. Mientras esté en el poder tendremos que negociar con él".
Pero es, por supuesto, algo más que negociar: es la política culpable de forzar a los países vacilantes de América y a la misma Unión Europea. No son, está claro, meras negociaciones inocentes, sino todo lo contrario: es ejercer la connivencia con el sistema totalitario cubano.
Algunos de mis argumentos me los he prestado a mí mismo de mi Mea Cuba de 1992, una edición que fue escamoteada por sus propios editores ante una petición mayor (según un escritor español que debe permanecer en el anonimato para proteger al culpable: pero su versión si no es verdad es al menos veraz) hasta la edición íntegra y aumentada publicada por Alfaguara, que se lee como una reedición de cuentas porque es la verdad repetida. No como quería Goebbels y quiere Castro, la mentira que no cesa para erigirse en verdad, porque él tiene la voz larga y los políticos la memoria corta: en realidad todos padecen de amnesia moral. Pero como dijo José Martí hace cien años largos y terribles: "Del tirano di todo, di más".
Pero los tiranos también mueren: ver a Hitler, a Stalin, a Franco. En España el juez Garzón ("Juez Garzón" es una frase homérica y hasta yo me veo obligado a repetirla) persigue a un ex dictador mientras el Gobierno y los empresarios (no hay que engañarse: Aznar y Rato han representado siempre a "la patronal") viajan a Cuba, festejan a Fidel Castro, el tirano más a mano pero apenas vivo y almuerzan y cenan con él mientras el pueblo hambreado tiene que conformarse con mirar por las ventanas desde la calle el banquete perpetuo tras las puertas cerradas a todos los cubanos -excepto por supuesto a los cómplices de Castro-. España ha comprado todo lo que Castro ha robado. Dicen defender el "bloqueo" que no existe más que en la propaganda perpetua del desgobierno cubano sin vergüenza pero que como el leviatán viejo está boqueando.
En La Habana no se hablará de los muertos asesinados, ni de los miles de desaparecidos en el mar huyendo hacia la libertad, ni de esa obscenidad que no durará cien años pero que dura dura todavía. Se hablará de negocios, pingües o propicios, y se condenará la ley Helms-Burton: ya no más "Yankee go home" sino "Yanqui please come back".
A la noche del otro día Aznar le dijo a Míriam Gómez que más negocios hacía Canadá (ya no: España viene primero) y ella le respondió: "Los canadienses también matan foquitas a palos. Además son extranjeros, no de nuestra familia como ustedes". Dispuestos, digo yo, a regresar a la Nueva Colonia, donde los cubanos han vuelto a ser esclavos. Pero esta vez el amo no trata de engordarlos y hacerlos fuertes para que trabajen más, sino que son hambreados, expoliados y van tan desnudos como los muertos. Estas relaciones renovadas ahora están hechas, como los acuerdos de Hitler y Chamberlain, in articulo mortis. Pensé decirle a Aznar pero no lo dije, que si Winston Churchill hubiera opinado así después del estruendoso fracaso de Chamberlain, hasta entonces primer ministro inglés y apaciguador de Hitler, que vino de regreso a Londres desde Berlín, enarbolando un pedazo de papel blanco como una bandera de tregua, que explicó como si hubiera ganado la batalla de compromisos: "Peace in our time!". No había acabado de decir "Paz en nuestro tiempo" cuando Hitler convirtió el acuerdo en papel mojado para invadir a Polonia. Si Churchill hubiera pensado como Chamberlain y hubiera dicho que Hitler estaba ahí en Alemania y los países ocupados y no se iba a morir todavía, y había que pactar con él, entonces, toda Europa y medio mundo habría sido nazi bajo la bota del Führer.
Pero Aznar, por supuesto, no es Churchill. Como no lo fue tampoco Felipe González cuando me invitó a almorzar en la embajada española de Londres. Ahí no estaba solo: lo acompañaban el ministro de Exteriores Fernández Ordóñez, el ministro de Economía Carlos Solchaga y el anónimo futuro embajador español en la ONU. La única voz que podría parecerse a Churchill era la de Fernández Ordóñez, quien, a pesar de estar enfermo de muerte, rebatió las últimas declaraciones de Castro con un vigor inusitado. Mientras en el almuerzo Carlos Solchaga sentado frente a mí no decía nada de sus planes económicos para salvar al régimen de Fidel Castro, ya en picada para ir a parar al mismo estercolero histórico a hacerle compañía a Honecker y a Jaruzelski, Solchaga prefirió hablarme de cuentos y novelas.
No sólo la historia se repite, también se repiten las citas históricas. En una cena con Aznar y Ana Botella en la misma Moncloa, pero ante una mesa larga en el comedor con otros invitados, Aznar sentó a su derecha a Míriam Gómez y la señora de Aznar me sentó a su derecha, todo con una versión familiar del protocolo. Pero a mi derecha sentaron a Rodrigo Rato. Tengo poca suerte al hablar con los ministros de Economía españoles. Ni Rato ni Solchaga hablaron de que manifestarían a Cuba su preocupación por los derechos humanos en los que el último Castro tiene peor historia que todo Pinochet. A Solchaga se le ocurrió una estratagema para ayudar a mantener en el poder a la dictadura de Castro: ¡imponer impuestos a mendigos! Que es lo que son todos los cubanos, a pesar de las remesas que vienen del exilio, que suman más dólares que los obtenidos por el azúcar, el tabaco y el turismo.
Rato me habló todo el rato ¡de películas!, declarándose como un fan fuerte. Como en ninguna de mis conversaciones con políticos españoles, ni antes ni después de Aznar, hablaba debajo de un rosal, puedo contarlo ahora porque nada se dijo o se habló o se comió sub rosa. Pude decirle tanto a González como a Aznar que un inglés, lord Acton, que vivió en el siglo XIX, previó mejor que Marx la aparición varias veces diabólica de Hitler y de Stalin: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos". (El énfasis es mío, no del visionario Acton). Podía preguntarles a Aznar y a González, que por supuesto lo saben, claro que lo saben: ¿qué clase de corrupción exhibe un hombre, Fidel Castro, que ha ejercido el poder absoluto durante cuarenta (40) años largos? Cuba había padecido siete años (1952-1959) una dictadura corrompida de inicio, liderada por un ladrón que mataba a quien lo sorprendiera o dijera que lo había sorprendido robando. Pero el poder de Fulgencio Batista (general que nunca ganó una guerra, ni siquiera combatió en ningún frente de batalla y si ganaba eran las partidas de canasta que jugaba cada tarde con sus íntimos) nunca fue absoluto sino espasmódico y con la boca llena de mala espuma, como un epiléptico moral. La prueba es la huida de Batista hecha con nocturnidad y cobardía en la madrugada del uno de enero de 1959. Cuando de un mal paso en la historia de Cuba llegó al poder Fidel Castro, después de haber sido un prisionero político del régimen de Batista, que lo apresó durmiendo y lo condenó a la cárcel de Isla de Pinos por diez años, de los que cumplió sólo dos, para ser un salvador de Cuba y acto seguido convertirse en su azote: un Atila contra los cubanos.
Hay presos por Castro que fueron fusilados por mucho menos crímenes que haber asaltado un cuartel en la madrugada. Los afortunados, como el general Arnaldo Ochoa, tuvieron la suerte de ser asesinados ipso facto como Hitler fusiló a los generales complotados. El líder del motín, el coronel Von Stauffenberg, fue asesinado con un tiro en la nuca, y el héroe de las campañas de África del Norte, Erwin Rommel, que sólo había dado oído a otro general conspirador, fue obligado a suicidarse. El final del general Ochoa, héroe de la intervención castrista en África, sugiere no vidas sino muertes paralelas. Los menos afortunados fueron a dar con sus huesos en las justamente infames cárceles cubanas. Como Mario Chanes, que estuvo preso treinta (30) años, menos un día: porque Fidel Castro es un hombre generoso. Aunque gobierne no con mano dura, sino con una garra implacable para las fuerzas democráticas que sobrevivieron a Batista, Cuba es (y no importa lo que digan y hagan los castristas de siempre y los neocastristas de nuevo cuño) el régimen totalitario más absoluto que recuerdan la historia y, más importante, la geografía de las Américas.
No hay que llamarse a engaño y el que engaña en estos tiempos de información global instantánea (y Cuba no queda en las antípodas como Indonesia) es porque quiere dejarse engañar. El poder totalitario de Castro se sienta y se asienta sobre el ejército más poderoso de América, después del de Estados Unidos, además de una policía política, Seguridad de Estado, de la que son miembros activos uno de cada veinticinco (25) cubanos. La proporción de Cuba, con apenas once millones de habitantes, es apabullante, como los regímenes de Stalin y de Hitler. Sin siquiera contar los cinco millones (5.000.000: como declaró su general en jefe el año pasado) de los ubicuos Comités de Defensa de la Revolución, que ya no es, que mantiene una institución calcada de las infamantes Blockwarts de la Alemania Nazi. Pero Hitler sólo gobernó 12 años antes de escaparse a sus captores por la vía del suicidio.
Si el rey Juan Carlos quiere olvidarse de los insultos que le dedicó Castro (y que tanto preocupaban a González) al preguntarse en su retórica más cínica quién lo había hecho rey y llegar hasta cuestionar su dinastía, como se olvidó el papa de Castro (el papa de Hitler fue Pío XII, ahora a punto de ser beatificado olvidando su connivencia con Hitler y su antisemitismo visceral), de los conventos clausurados en Cuba, las iglesias tapiadas y los curas y monjas expulsados de la isla, cuando apretaba las manos de Castro que le decía: "Yo nunca perseguí a los católicos" y bien podía añadir: "Fue mi hermano".
Si el Rey hace su voluntad soberana y quiere pasearse en La Habana por las calles cariadas y las fachadas carcomidas detrás de la cual no hay nada (culpa, por supuesto, del "cruel bloqueo", etcétera), porque la nada es la opción de gritar "¡Patria o muerte!". Sin dejar de fusilar, de encarcelar, de matar de hambre al pueblo contra el que gobierna el Marxismo Líder. Si el rey Juan Carlos sale de su residencia para ir a la residencia de Fidel Castro o a la sede de esa tragicomedia castrista que se llama la Reunión de La Habana, el Rey tendrá que asumir la frase latina de Horacio y musitar: "Las ruinas me cogerán impávido". Si se cansa, lo sentarán en el sillón real que se mantenía en Cuba como una reliquia: un memento mori de lo que José Martí llamó, hace más de cien años, "colonia de esclavitud". El Rey se sentará por unos pocos minutos en el sillón que Castro ha convertido en un trono de sangre.
Cuba ha tenido el terrible privilegio de ser la víctima de este lema horrendo, "¡Patria o muerte!". Es decir, de tener que proteger, secundar, mantener, alabar y dar vivas al hombre que acabó con la república con su lema traidor y engañoso. La alternativa única para los cubanos es por supuesto no la patria sino la muerte.
El Rey en La Habana y Aznar que lo sigue a todas partes como una sombra se deberían preguntar (y ver quién les reponde), al encontrarse además de policías, agentes de la Seguridad del Estado y esas turbas oficiales que gritaban hace noches en la televisión "¡Mueran los derechos humanos!" (nunca una declaración para la acción política se hizo más directa y peligrosa) se podrían preguntar Aznar y el Rey por delante, después de salir de ese laberinto de sevicia que conforman las calles de La Habana, por qué se encontraron a su paso a los negros y mulatos apenas cubiertos por harapos que componen el 75 por ciento de la población (entre la población penal llegan a un 90 por ciento) de Cuba mientras quienes la controlan, dominan y apabullan de Fidel Castro para abajo y todos sus miñones unidos, y todos sus ministros y todos sus esbirros en la policía y hasta la dirigencia de los infames escondidos tras las siglas de los CDR, todos, son blancos, o lo parecen, desde el vocero del régimen al vociferante Richard (ahora Ricardo) Alarcón. Si esto no es un apartheid bajo las palmeras del trópico, que vengan los Botha y lo aprueben, como lo aprobó el muy mal informado Mandela.
Parafraseando al gran Máximo Gómez, un dominicano que peleó en las dos guerras cubanas contra los demonios de la colonia, para luego rechazar que lo eligieran el primer presidente de Cuba independiente diciendo: "No quiero ni debo, porque si lo hago mal el pueblo dirá ese maldito dominicano". Ahora parafraseo a este verdadero patriota: no me hablen de fastuosos hoteles ni del matute de Matutes, háblenme de la libertad de Cuba que es la que está en juego en este miserable (para los cubanos) último año del último siglo de la Era de Castro.
Un critículo español me llamó con un título para mí honroso: el Anticastro. Admito que lo soy y lo asumo. Una palabra o dos antes de irme. Quiero decirles a los que hacen un pacto con el Diablo ("Te doy hoteles aunque sean robados") llámense papas, reyes o presidentes, que llegaría a hacer un pacto con Dios para que nos libre de este Mefistófidel.
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