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Tribuna
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Una buena escuela

Puede que ustedes no lo crean, pero en aquel piso del Raval en donde las tres cuartas partes de la familia cosía, no se tenía la radio puesta a todas horas y a todo trapo. Había que castigarse. Y, sin embargo, aquel estúpido estoicismo diario se rompía inevitablemente para escuchar a Pepe Iglesias, El Zorro, que tenía la virtud de concertar unánimemente el entusiasmo de todos nosotros y de, cualidad nada desdeñable, poner de buen humor a mi tío Amadeo: cosa nada fácil, pues era uno de esos catalanes inteligentes que no solían estar para romanços, y que rebufaba con impaciencia cuando las mujeres -incluido un proyecto de mujer como yo- corríamos a poner el serial de Matilde Conesa y Pedro Pablo Ayuso.Más allá de estas pequeñas anécdotas domésticas, estaba el patio de vecinos, que era el equivalente de la globalización de Radio Barcelona (La Ràdio). Monopolizada la información -la desinformación, cabe decir- por el suministro de partes a cargo de la emisora oficial del régimen, lo que se colaba por las ventanas interiores era la voz de la vida: con sus coplas, sus anuncios, sus acentos tan cercanos.

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La emisora que inventó la radio

Muchos años más tarde pisé el querido local de la calle de Casp por primera vez. Ocurrió a poco de ingresar en mi primer trabajo como periodista, en La Prensa, y entré en el despacho del entonces director, Manuel Tarín Iglesias, por recomendación de mi director, Fernando Ramos Moreno. No le debí de gustar porque no me llamó para colaboración alguna, y sólo con otro Manuel, de apellido Terán y simpatía arrebatadora -llenó de aire fresco la programación, adelantándose a fórmulas que se multiplicarían en las emisoras de la democracia-, conseguí trabajar para La Ràdio.

Fue a principios de los setenta, para acompañar a los oyentes a ir Al cine con Mr. Belvedere. Y a los más desmemoriados les recordaré que la mujer a quien sustituí en tan agradable tarea era Mayra Gómez Kemp, la briosa cubana / miameña que con sus tremendos moños y tórrido acento formaba pareja radiofónica con nuestro querido Míster. Mayra partió hacia Madrid y un destino televisivo y yo empecé a disfrutar de las delicias de la improvisación en pareja, el desafío a los censores, la ternura que me prodigaban los excelentes técnicos y la magnífica fonoteca de la casa. Aquella Ràdio ofrecía, además, otros alicientes: el bien surtido bar donde hacíamos el aperitivo cuando nos tocaba grabación, y el nada desdeñable goce estético que suponía ver pasar a un jovencísimo y ya muy profesional Joaquim Maria Puyal.

Todo cambiaba para que nada siguiera igual, para que La Ràdio siguiera al servicio del país nuestro de cada día, de nuestra necesidad de información, de humor inteligente, de drama (dramas humanos grandes que están en las noticias y también en las confidencias personales a media voz de la madrugada), y de borrascosas y estimulantes gestas deportivas.

Yo tengo un amor enorme por la radio, pero sobre todo por La Ràdio, que suele nutrirse de los mejores y que hace mejores a aquellos de quienes se nutre. Es una buena escuela.

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