La batalla de la libertad en Europa del Este
Hace casi veinte años, alguien clavó un pedazo de papel en una cruz de madera delante de los Astilleros Lenin de Gdansk. En toda Polonia, los obreros estaban en huelga para exigir libertad sindical, una idea insólita en la historia del comunismo. Todos los que estábamos allí teníamos la sensación de que los tanques soviéticos podían invadir el país en cualquier momento. En el papel habían escrito unos versos de Byron:"Porque la batalla por la libertad, una vez empezada,/transmitida como legado de padre ensangrentado a hijo,/aunque a menudo confusa, siempre se gana".
Pero el huelguista desconocido que había hecho esta dedicatoria omitió la palabra "ensangrentado". Porque la revolución de los obreros polacos que sacudió el imperio soviético en sus cimientos y dio a luz un nuevo movimiento llamado Solidaridad debía ser una revolución pacífica.
Desde luego, habían existido anteriormente levantamientos a favor de la libertad en el imperio soviético, pero éste era el primero que yo presenciaba, y Solidaridad se convirtió en el rompehielos del final de la guerra fría. El regreso triunfante de la organización, negociado en la primera de muchas conversaciones celebradas en 1989, inició la increíble cadena de revoluciones pacíficas que crearon el mundo en el que ahora vivimos. Cada mes parecía aportar alguna sorpresa nueva, mágica e imposible. Los comunistas reformistas de Hungría negociaron su propia salida del poder, y acabaron con el telón de acero que les separaba de Austria. Los polacos eligieron a un primer ministro no comunista. Los alemanes del Este salieron a las calles en Leipzig al grito de "Somos el pueblo". El 9 de noviembre se abrió el muro de Berlín. Y después estuve con el dramaturgo Václav Havel en el teatro de la Linterna Mágica de Praga, mientras dirigía su mejor obra: la revolución de terciopelo.
Todo el año fue una sacudida emocional constante. Por ejemplo, el hijo de mis amigos más íntimos en Alemania Oriental, un joven airado de 21 años llamado Joachim, huyó en el verano de Hungría a Austria. Mis amigos, que viven en Berlín Este, creyeron que tardarían muchos años en volver a verle, pese a que había regresado para vivir a unos cuantos kilómetros, al otro lado del muro, en Berlín Oeste. Entonces cayó el muro, y tuvieron una razón muy especial para unirse a la triunfal interpretación que hizo Leonard Bernstein del Himno a la alegría.
Diez años después, ¿dónde están aquellas personas, aquellos lugares, aquellas emociones? A simple vista, podría pensarse que se ha ganado, por fin, la batalla de la libertad. Muchos países postcomunistas están en medio de un caos endiablado, por supuesto. Pero casi ninguno de ellos empezó su camino con una revolución de terciopelo. Las naciones centroeuropeas que sí tuvieron revoluciones pacíficas en 1989 son países libres, con democracias relativamente estables y economías de mercado. Por increíble que parezca, son miembros de la OTAN. Por primera vez en siglos, su libertad parece asegurada en un futuro próximo. Como dice el cliché, se han convertido en países "normales" (aunque, en realidad, ésa es la normalidad de menos de un sexto de la población mundial).
Volar a Praga, Varsovia o Budapest, hoy en día, es una experiencia muy parecida a volar a Lisboa, Nápoles o Madrid. Y cuando llego allí, suelo enterarme de que unos amigos que, hasta 1989, tenían prohibido ir a ningún sitio, se encuentran de viaje, en Francia, América o Japón. Y me entero cuando les llamo a sus teléfonos móviles.
¿Final feliz, pues? No del todo. He pasado gran parte de este año viajando por Europa Central con un equipo de televisión de la BBC, intentando averiguar hasta dónde se han cumplido las emocionantes esperanzas de libertad. Ha sido una experiencia aleccionadora. A la serie que hemos realizado le hemos dado el título de La batalla de la libertad, no sólo por aquel pedazo de papel sobre la cruz de madera, sino porque la vida en la nueva libertad sigue siendo una lucha. De hecho, tengo la tentación de corregir a Byron y decir que la batalla de la libertad no se gana jamás.
El viaje más deprimente es el que he hecho precisamente al lugar donde el huelguista desconocido fijó esos versos heroicos y esperanzados: el Astillero Lenin de Gdansk. El nombre y la estatua de Lenin desaparecieron inmediatamente después de la revolución. Pero el astillero ha ido muy mal desde entonces, y se declaró en bancarrota hace tres años. Ahora parece más un museo de arqueología industrial que un astillero en funcionamiento, lleno de máquinas viejas y oxidadas y maleza que llega hasta el pecho. Es verdad que algunos antiguos empleados del astillero han encontrado buenos puestos en el sector privado. Varios incluso se han hecho empresarios en pequeñas compañías. Pero la mayoría de ellos están desilusionados y llenos de amargura.
Los obreros iniciaron la gran transformación, dicen, y ahora son los que han salido perdiendo. Algunos están en el paro. Los que trabajan ganan más, en términos reales, de lo que solían. Pero también tienen que trabajar mucho más. (En los viejos tiempos -los malos tiempos-, corría esta broma: "Hacemos como que trabajamos, y ellos hacen como que nos pagan"). Se pueden comprar muchísimas más cosas en las tiendas, y mayor proporción de artículos importados de Europa occidental. Pero los precios son prohibitivos para unas personas que siguen ganando entre 30 y 50 dólares semanales . "Salarios del Este, precios de Occidente", es la nueva queja.
Un veterano de Solidaridad que aún trabaja en el astillero, un viejo electricista encantador y de rostro huesudo llamado Stanislaw Przybysz, me cuenta que la gente le dice: "¿Es esto por lo que luchamos?" Su hijo Roland, que en la actualidad trabaja en una imprenta privada, añade: "Ahora tengo pasaporte y, en teoría, puedo viajar adonde quiera. Pero ¿para qué me sirve si no puedo pagármelo?" Ahora pueden decir lo que piensan, pero todos tienen la sensación de poner en peligro su empleo si se pronuncian con demasiada energía en el lugar de trabajo. Roland lo dice drásticamente: "En aquella época temíamos a la policía secreta, ahora tememos a nuestro jefe".
Lo irónico es que ese jefe también es, a su vez, un antiguo obrero del astillero. Ahora hablo con él, elegantemente vestido con un chaleco marrón, chaqueta y corbata, y con una pulcra esposa a su lado, en su despacho, limpio y moderno, mientras Roland trabaja como un animal en el taller, en una atmósfera cargada de emisiones producidas por las tintas de impresión. El jefe me dice con franqueza que no está dispuesto a permitir sindicatos en su empresa. ¡Nada de Solidaridad aquí! Descubro que no se trata de un caso excepcional. No hay sindicatos en casi ninguna empresa privada de Polonia.
Por consiguiente, la gran liberación que comenzó con la batalla para lograr un sindicato libre ha terminado con un antiguo obrero del astillero -ahora empresario capitalista- que niega a otro antiguo obrero del astillero el derecho a afiliarse a un sindicato. Y los empleados tienen miedo a reunirse, temen perder sus puestos de trabajo. Roland me dice que siempre negocian individualmente con el empresario, y ni siquiera se dicen entre sí cuánto gana cada uno. Como se ve, tampoco hay mucha solidaridad, con s minúscula. ¡Un mundo feliz!
Se pueden y deben decir muchas cosas para matizar esta impresión tan lúgubre. El astillero de Gdansk ha tenido una trayectoria especialmente mala porque fue víctima de la mala gestión y la complacencia del sindicato. ("Nunca podrían cerrar la cuna de Solidaridad.") Ahora lo ha comprado otro astillero polaco, Gdynia, que ha salido mucho mejor parado en el turbulento mercado libre thatcheriano de Polonia. La mitad del vasto terreno se va a vender para construir en él oficinas, tiendas y pisos destinados a los yuppies polacos. Como el Docklands londinense, en Gdansk. La otra mitad seguirá sirviendo para construir barcos.
En general, la economía polaca está en expansión y tiene uno de los mayores índices de crecimiento en Europa. Así, pues, podría decirse que es cuestión de paciencia. Se tarda tiempo en conseguir que la prosperidad llegue a todos. Alemania occidental seguía siendo un país gris y sombrío a finales de los cincuenta, cuando ya llevaban diez años de "milagro económico". No obstante, incluso en nuestras sociedades acomodadas de Europa occidental, hay muchísima gente a la que no llegan jamás los beneficios de la prosperidad. Es un consuelo pensar que lo que están sufriendo los trabajadores polacos es todavía una "transición". Pero existe la sospecha, horrible y persistente, de que tal vez ésta sea la "normalidad" con la que soñaban.
Si los obreros no están contentos, ¿qué ocurre con los intelectuales? Voy a Praga para averiguar qué ha sucedido con los escritores, artistas y filósofos que encabezaron la revolución de terciopelo. Si en algún lugar debe de haber gente satisfecha, es aquí. Al fin y al cabo, vivieron la mayor parte de los veinte años previos a 1989 bajo la prohibición de publicar, exponer o viajar, a menudo obligados a realizar tareas de ínfima categoría y, en ocasiones, con encarcelaciones repetidas. Un amigo historiador, Pavel Seifter, trabajó de limpiaventanas. (Ahora es embajador en Londres.) Otros trabajaron como fogoneros.
Su ánimo es mucho mejor. La libertad de expresión es una victoria impagable. Pueden publicar y llegar a sus lectores con normalidad, no sólo a través de ediciones clandestinas o emisoras de radio occidentales. Sus obras pueden representarse en escenarios públicos, sus películas se exhiben y sus obras de arte se exponen. Pueden decir a sus alumnos la verdad tal como la ven ellos. Pueden viajar, y ya no tienen problemas con la policía secreta.
Por supuesto, su posición social ha cambiado, como la de los obreros. Durante gran parte de la historia contemporánea, los intelectuales han desempeñado un papel muy especial en Centroeuropa. El hecho de que sus países no fueran libres y a sus Gobiernos se les tildara de ilegítimos hacía que a los intelectuales se les considerase los auténticos representantes del pueblo y se les viese como autoridades morales, casi profetas. Sus conferencias, cuando podían pronunciarlas, estaban abarrotadas, y sus escritos, cuando el público podía comprarlos, se pasaban de mano en mano y se leían con apasionada intensidad. Era una acogida que daba envidia a numerosos autores occidentales. Es sabido cómo Jean-Paul Sartre llegó a Praga a principios de los sesenta y dijo a los escritores checos que eran muy afortunados de tener asuntos serios y reales sobre los que escribir. Después de visitar la ciudad dorada en los años setenta, Philip Roth declaró que en Occidente todo pasa y nada importa, mientras que en el Este nada pasa y todo importa.
Ahora, con la libertad, todo eso se ha terminado. Con la velocidad de un cambio de decorado teatral, también en este aspecto se han vuelto occidentales. Nadie les considera ya autoridades morales ni políticas. (Lo mismo ha ocurrido en Rusia, donde alguien ha hecho el agradable comentario de que Solzhenitsyn se ha quedado "moralmente en el paro".) De pronto, los escritores y artistas deben competir en un mercado de espectáculos abarrotado y con presencia de todos los medios. Si antes no había que competir más que con una televisión estatal digna de Orwell -que garantizaba la falta de atractivo-, ahora existen numerosos y enloquecidos canales privados de televisión con chicas desnudas que dicen el tiempo, hay satélite y cable, vídeos a mansalva, juegos de ordenador, locales de videojuegos, buenos restaurantes y muchas más cosas.
Un joven y original escultor llamado David Cerny resume esta situación en una obra que titula El intelectual en el fin de milenio. Se trata de una figura que se parece vagamente a Sigmund Freud, precariamente colgada, por una mano, de un largo poste que se extiende sobre el paisaje de Praga colocado en el balcón de una casa que, en otro tiempo, perteneció a la policía secreta. El intelectual tiene la otra mano en el bolsillo, como quien no quiere la cosa, como si dijera: "Muy bien, estoy colgado, pero estoy colgado relativamente". (Hace poco instalamos la escultura en la orilla sur del Támesis, dominando la catedral de San Pablo; como es natural, Inglaterra recibió a este intelectual con viento y llovizna.)
Ivan Klima, uno de los mejores novelistas checos de la vieja generación, cuyos libros estuvieron prohibidos durante muchos años antes de 1989, se niega a lamentarse. Los logros son mucho mayores que las pérdidas, asegura. Era anómalo que los escritores se encontraran en un pedestal moral. Sin embargo, también él comenta con ironía, cuando le pregunto sobre el canal de televisión en el que unas chicas desnudas dan la información del tiempo, que "el espectáculo es el nuevo Dios". Y también destaca otras pérdidas más sutiles. La amistad, por ejemplo. En los viejos tiempos -dice-, las amistades eran más íntimas, más intensas. En parte era porque tenían mucho tiempo para cultivarlas, mientras que ahora todo el mundo corre de una cita a otra: entrevistas, conferencias, viajes al extranjero. Pero era también porque se sentían oprimidos por un enemigo común. Existía algo semejante a la intensa fraternidad de los soldados en una guerra. De forma que con la libertad no sólo se ha desvanecido la solidaridad de los trabajadores, sino también la camaradería de los intelectuales.
No son meras historias de países lejanos sobre los que sabemos poca cosa, ni el lado oscuro de lo que sigue siendo una de las liberaciones más pacíficas, alentadoras y triunfantes de nuestra época. La nueva Europa central es un espejo en el que podemos vernos todos con más claridad. Pero no es un reflejo amable, sino como ese que vemos a primera hora de la mañana en el cuarto de baño, bajo una bombilla desnuda, cuando tenemos resaca.
La esperanza de hace diez años era que políticos intelectuales como Václav Havel, o políticos obreros como Lech Walesa, o sencillamente la masa popular que tan milagrosamente surgía después de años de opresión, pudiera mostrar algo nuevo a Occidente. Tal vez una nueva forma de hacer política: "La sociedad civil en el poder", como dijo una vez Jiri Dienstbier, el fogonero disidente que acabó siendo ministro de Asuntos Exteriores checo. Esa esperanza ha quedado defraudada. Por el contrario, la realidad actual de Centroeuropa es, en muchos aspectos -televisión, política, ropa, modos de vida-, una simple copia de lo que tenemos en Occidente. (No quiero ponerme demasiado como Roland Barthes, pero los anuncios de cigarrillos Go West que se ven en todas las ciudades resultan más apropiados de lo que parece.) Además, muchas veces es una copia barata, burda, incluso hortera de nuestra sociedad occidental y contemporánea de consumo; como si una colegiala imitase el maquillaje de una modelo en una revista.
Sin embargo, todo esto, unido a los recuerdos de la gente sobre la época anterior, es precisamente lo que hace que el espejo sea tan interesante. Cuando viajo por estos países y hablo con viejos amigos no puedo dejar de tener presente el valor de la libertad, al ver su alegría constante por disponer de ella. Pero también me enseñan el precio que se paga, al menos en lo que se entiende por libertad en la Europa de 1999. Esa pérdida de solidaridad, por ejemplo, o el debilitamiento de la amistad. (Y conozco, por lo menos, un matrimonio que sobrevivió a un intento deliberado de romperlo por parte de la policía secreta pero no ha sobrevivido a la nueva situación.)
Ahora el tiempo se raciona, se divide estrictamente en periodos de media hora, organizado en función de las citas, los libros, los plazos, los contestadores automáticos; siempre escaso. Todos -todos- dicen que tienen mucha más tensión en la vida cotidiana. Otro elemento que mencionan es la forma en la que, cada vez más, se define la categoría y la identidad de las personas con arreglo a un solo factor, su profesión y su puesto dentro de ella. Y también aseguran, una y otra vez, que ahora el dinero es el que manda; el dinero decide; el dinero determina todo. No sé cuántas veces me han dicho mis amigos, en estos diez años: "En los viejos tiempos, nunca hablábamos de dinero. Ahora hablamos de él sin cesar".
En muchos lugares de Centroeuropa, sobre todo entre los más desfavorecidos, todo esto ha despertado una curiosa nostalgia por los viejos -malos- días en los que había un mínimo de seguridad, cuando el Estado era una guardería gigante. La libertad es dura, exigente, llena de riesgos, y mucha gente le tiene miedo. Pero, si se les insiste en la conversación -no en meros sondeos de opinión superficiales- son muy pocos los que, de verdad, quieren volver al antiguo régimen.
El capitalismo democrático y liberal contemporáneo es el peor de los sistemas posibles, con la excepción de todos los demás sistemas que se han intentado en diversas épocas. Sin embargo, no sé si la libertad tiene que traer consigo, verdaderamente, todos los peores aspectos de una sociedad de consumo atomizada, dominada por la competencia, el espectáculo y las modas. Al mirarnos en el espejo de Centroeuropa debemos preguntarnos, con cierta tristeza, hasta qué punto han hecho buen uso de su libertad. Más importante aún, deberíamos preguntarnos qué uso hacemos de la nuestra.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.