La ingeniería genética incrementará el hambre
El autor afirma que los cultivos transgénicos no reducen el uso de productos tóxicos ni aumentan las cosechas
El artículo de Norman Borlaug que el pasado domingo publicaba EL PAÍS sólo puede calificarse de total desfachatez o de desinformación interesada, además de estar repleto de falsedades. En él, aparte de hacer una encendida defensa del uso de plaguicidas y de cultivos transgénioos, acusaba a los "ecologistas extremistas" de impedir erradicar el hambre en el mundo.Borlaug ignora de forma consciente que los países más opuestos a los cultivos transgénicos son precisamente los países pobres, como los africanos. Recuérdese, por ejemplo, la propuesta contra ese tipo de cultivos presentada a la ONU por parte de todos los países de ese continente. El artículo de ese promotor de los transgénicos oculta también que donde mayores manifestaciones y reacciones entre agricultores se han producido ha sido en países como India o Blangadesh y que los países que más apuestan por el desarrollo de esta destructiva forma de agricultura son naciones como Estados Unidos o Canadá, actuando en defensa de los intereses de sus poderosas multinacionales agroquímicas. Un sencillo seguimiento de lo que han sido las negociaciones internacionales bajo los auspicios de Naciones Unidas, concretadas en el Protocolo de Bioseguridad, sería más que suficiente para comprobar qué países siguen las tesis del Borlaug y cuáles no. ¿Sería el señor Borlaug capaz de afirmar en la India, frente a las viudas de los agricultores que se han suicidado o a las mujeres de Karnataka que han destruido los campos de cultivos transgénicos que esas personas son simplemente un puñado de ecologistas ricos y radicales?
Es igualmente sorprendente escuchar argumentos tan trasnochados como la defensa feroz de una supuesta revolución verde basada en el uso masivo de venenos agrícolas, cuando unas pocas páginas antes el mismo periódico daba la noticia de que en Perú han muerto 24 niños y otros más se encuentran graves por consumir alimentos tratados con los plaguicidas que tanto defiende Borlaug. Ésas son sólo las últimas víctimas. O lo eran la semana pasada.
No se puede calificar más que de ignorancia interesada que a estas alturas alguien todavía crea, como pretende hacerlo Borlaug, que el problema del hambre es tecnológico. Se sabe perfectamente que en el mundo hay alimentos suficientes para alimentar a todos sus habitantes varias veces. Sólo con la producción actual de grano mundial sería suficiente para que cada ser humano de este planeta tuviese una dieta diaria de 3.500 calorías. Esto, sin tener en cuenta ni la ganadería, ni la pesca, ni la caza ni -tan siquiera- otros cultivos como verduras, hortalizas, legumbres, frutas, etcétera. Nada más tenemos que mirar a Europa, donde agricultores y ganaderos son multados por producir más de la cuenta y a los que se pagan enormes subvenciones para que abandonen los campos de cultivo.
Muchos de los países más pobres del planeta exportan la mayoría de su producción. En la India, donde unos 200 millones de personas pasan hambre, sus exportaciones de trigo y arroz alcanzan los 300.000 millones de pesetas anuales. Ya en los años setenta, 34 de los países más pobres del mundo y con mayores problemas de hambre y desnutrición exportaban alimentos a EE UU. Además, casi el 80% de los niños con desnutrición están en países con excedentes agrícolas.
La revolución agrícola de la que tan orgulloso se siente Norman Borlaug no ha servido para mitigar ninguno de los problemas que prometía solucionar. En menos de 50 años, las diferencias entre países ricos y pobres se han disparado; unas 35.000 personas mueren al día de hambre, 1.500 millones de personas tienen graves problemas de desnutrición y unos 3.000 millones de personas viven con unos ingresos de menos de 100.000 pesetas al año; las zonas cultivables están disminuyendo por la erosión y agotamiento producidos por la agricultura intensiva; la mayoría de los suelos, acuíferos y organismos vivos del planeta están contaminados por el abusivo uso de sustancias tóxicas (cada año hay 25 millones de personas afectadas y 220.000 muertes); los daños de las plagas casi se han duplicado y centenares de insectos y malas hierbas se han hecho resistentes a la mayoría de los productos fitosanitarios utilizados en agricultura.
En algunos países del Sahel africano diversas cosechas han disminuido un 90% y sus importaciones y endeudamiento se incrementan cada año cerca de un 8% anual; 82 países, la mitad de ellos en África, ya no pueden producir ni importar el alimento necesario para su población. Es este panorama el que la nueva revolución agrícola de los transgénicos quiere exacerbar.
Pero, además, Borlaug miente y falsea datos. Decir que los cultivos transgénicos reducen el uso de productos tóxicos e incrementan las cosechas es del todo inaceptable. Incluso el Gobierno estadounidense ha reconocido que los cultivos transgénicos ni producen más ni reducen el uso de plaguicidas. En sólo un año, a pesar de que el cultivo de transgénicos en EE UU se ha incrementado un 145%, la producción no ha aumentado y el uso de plaguicidas no sólo no ha descendido, sino que se ha aumentado en más de un 1%.
Por ejemplo, la soja transgénica produce como media un 4% menos que la convencional y utiliza hasta el doble de herbicidas por hectárea. Los estudios están disponibles en las propias hojas oficiales del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, o en los distintos estudios realizados por investigadores de las universidades de Maine, Misisipí, etcétera.
Es normal que un tecno-fanático como Norman Borlaug, con la pérdida de tantas vidas humanas y desastres sobre su conciencia, intente echar balones fuera, pero le daría cierta dignidad salir de su palacio de cristal, echar un vistazo al mundo y empezar a hacer autocrítica en lugar de defender a las poderosas multinacionales agroquímicas.
Si escuchara un poco se daría cuenta de que muchos de los países más pobres del mundo ya ni siquiera piden ayuda. Tan sólo, que les dejen en paz.
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