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Populismo nacional y consenso democrático

Los procesos electorales últimos, y en particular las elecciones en Austria, Portugal, Suiza y Argentina en este mes de octubre, muestran que las disfunciones de las prácticas públicas y del ejercicio ciudadano aumentan de día en día y comienzan a problematizar el consenso democrático. Confinada la participación política en el voto -quienes militan en partidos, se manifiestan en la calle o hablan de política son cada vez más escasos-, hoy, la abstención es un indicador no del desinterés de la gente por las opciones que se le proponen, sino de su impugnación del sistema -forma y contenidos- que las encuadra. No es para irse a pescar, por lo que en las elecciones al Parlamento Europeo la media de la participación en los 15 países miembros no llegó al 50% ni por lo que en alguno, como el Reino Unido, apenas superó la cuarta parte del censo; no es por pereza por lo que en Austria los votantes disminuyeron en un 10%, en Portugal la abstención rebasó el 38% y el pasado domingo en Suiza más del 60% se olvidaron de los comicios. Al contrario, esta negación blanda pero radical de la democracia prueba una desafección profunda que acelera la implosión de los valores democráticos que la explosión de la corrupción ha puesto en marcha.El informe que acaba de publicar la ONG Transparency International sobre el nivel de corrupción -entendida como el uso de una función pública para obtener ventajas y beneficios personales- en los distintos países del mundo es impresionante. Desde la indignación que produce el inmenso latrocinio público ruso, pasando por la desenfrenada venalidad del último quinquenio argentino hasta el repugnante saqueo que representan los más de 300.000 millones de dólares volatilizados en Venezuela. La corrupción no es atributo exclusivo de los países en desarrollo. En el comercio internacional, por no hablar del negocio de armas, tan penoso es el corruptor como el corrompido. En la lista de transparencia internacional nuestro país no figura en el grupo de los virtuosos -Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Canadá-, sino, ex aequo con Francia, en el montón de los responsables de que la corrupción sea un mal endémico.

Pero si, por una parte, esta hediondez tiene como consecuencia la contestación abstencionista, por otra la coincidencia de las principales opciones políticas actuales y la intercambiabilidad casi total de sus propuestas y programas -eso que llamamos el "pensamiento único"- genera un rechazo global y una aspiración a algo distinto. Pero la ausencia de ofertas válidas y viables empuja frustraciones y esperanzas hacia idearios y planteamientos irracionales y demagógicos. Ahí se inscribe el nacional populismo. Jörg Haider en Austria, Christoph Blocher y Giuliano Bignasca en Suiza no son fascistas -¡no lo confundamos todo!- son nacional populistas que con sus apelaciones a la seguridad y a lo nacional movilizan la adhesión hacia esos temas por causa de la globalización, el desempleo y la exclusión. Acabo de escuchar a Hugo Chávez en la Conferencia General de la Unesco. Es obvio que es militar, que ha sido golpista y que está saltando hacia el vacío. Pero no lo es menos que el 88% de los venezolanos han aprobado su propuesta de una Asamblea Constituyente, que sigue sin haber censura en su país y que no ha recurrido a la violencia. Por lo demás, ni él ni los países pobres son responsables de que no dispongamos, según sus palabras, de un mecanismo para "equilibrar mercado, Estado y sociedad... de tal manera que exista tanto mercado como sea posible y tanto Estado cuanto sea necesario". La falta de modelo operativo no es imputable a las jóvenes repúblicas del Sur, sino a las viejas democracias del Norte. Y las terceras vías de Blair/ Giddens, que sólo son más de lo mismo, no nos van a sacar del atasco. ¿Dónde están, qué hacen los pensadores del progreso?

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