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Tribuna:AYUDA AL DESARROLLO
Tribuna
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¿Qué pasa en la cooperación española?

Cualquier juicio que se haga sobre la cooperación española debe partir del reconocimiento de que la experiencia que España tiene como donante es limitada: apenas alcanza los tres lustros. De hecho, no es hasta 1985 cuando se segrega en el seno de la Administración una unidad especializada para el diseño y coordinación de la política de ayuda: la Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica (SECIPI). Desde entonces y hasta la actualidad, se tuvieron que desarrollar los recursos materiales y humanos, los instrumentos e instituciones necesarios para poner en marcha este ámbito de la acción pública. No cabe desconocer, por tanto, el esfuerzo realizado en tan breve periodo, pero semejante apelación no es suficiente para justificar que se prolonguen en el tiempo carencias, debidamente diagnosticadas, que afectan de forma grave a la eficacia de la ayuda prestada.Pues bien, una de las deficiencias más caracterizadoras del sistema español de cooperación al desarrollo es el bajo nivel de coordinación logrado entre los diversos instrumentos -e instituciones responsables- de la ayuda. Un rasgo que tiene su origen en el proceso agregativo -y poco sistemático- a través del que se gestó el sistema y que se prolonga hasta la actualidad en virtud de una cierta combinación de inercia y espíritu corporativo en el seno de la Administración.

El problema que se señala alcanza su manifestación más aguda en la falta de integración existente entre los instrumentos de la cooperación reembolsable -básicamente, la realizada a través de créditos del Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD)- y el resto de los instrumentos de la ayuda -cooperación no reembolsable-. El hecho de que las competencias en la gestión de ambas modalidades descanse en instancias distintas de la Administración -Secretaría de Estado de Comercio, la primera, y SECIPI, la segunda- terminó por otorgar al sistema español de cooperación una manifiesta e inconveniente estructura bicéfala. Una anomalía a la que aluden cuantos diagnósticos se han hecho sobre la cooperación española, incluidos los dos exámenes realizados por el Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE (en 1994 y en 1998), así como los informes elaborados por el Congreso (1992) y el Senado (1994), todos ellos coincidentes en reclamar una más efectiva integración de los instrumentos financieros en el seno de la política de cooperación al desarrollo.

Las resistencias institucionales a promover semejante convergencia parecen más inspiradas por intereses corporativos que por razones de fondo. Es cierto que el FAD nació en su día con una marcada orientación comercial, como instrumento de apoyo a la promoción exportadora, pero no es menos cierto que la normativa internacional ha ido evolucionando en el sentido de exigir criterios cada vez más estrictos de vinculación de las concesiones a actividades de promoción del desarrollo en el país receptor. Es este propósito el que justifica el carácter concesional del crédito -eludiendo las condiciones de coste que impone el mercado-, y es lo que explica que compute por sus valores netos como parte de la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) del prestamista. El problema, por lo demás, no radica tanto en que exista una dual asignación de competencias en el seno de la Administración, cuanto en la falta de unidad de criterios con que han venido operando, hasta el presente, las dos instituciones implicadas. Como resulta fácil suponer, la insistencia en mantener la segmentación denunciada comporta costes en términos de calidad y eficacia de la ayuda, al impedir la necesaria coherencia y complementariedad entre sus diversos instrumentos. Resulta, por lo demás, paradójico que en un momento en que los organismos internacionales financieros y no financieros -como el Banco Mundial y el PNUD- están haciendo esfuerzos serios por lograr una acción más coordinada en los países receptores, en el seno de la Administración española se mantenga una disociación tan radical entre ambas modalidades de ayuda.

La reciente Ley de Cooperación Internacional para el Desarrollo trata de subsanar alguna de estas deficiencias, a través de la definición de unos principios, objetivos y prioridades únicos para el conjunto de la política de cooperación, a los que debe someterse -sin exclusión- el conjunto de los instrumentos de la ayuda, incluidos los FAD; al tiempo que disuelve la anómala composición bicéfala del sistema, adjudicando al Ministerio de Asuntos Exteriores la responsabilidad en la dirección de la política española de cooperación al desarrollo. Pese a las resistencias de algunos sectores, incómodos ante esta nítida definición del campo competencial, la ley se aprobó con un amplio consenso que no sólo alcanzó a los representantes parlamentarios, sino que se extendió también a buena parte de las organizaciones sociales comprometidas con la ayuda.

La aprobación de la ley no comportó la disolución del contencioso institucional previo, antes bien, parece haber desatado una dinámica de creciente enconamiento entre ambas instituciones. Una fricción que se escenifica con poco pudor en cuantas instancias de coordinación ambas participan, a través de una sistemática labor de bloqueo que ha tenido paralizada buena parte de las iniciativas públicas en este campo. Y así, hasta bien recientemente, han permanecido bloqueados los desarrollos reglamentarios de la ley, ya dictaminados por el Consejo de Cooperación, expedientes de créditos FAD, en fase de instrucción o la ejecución de una línea presupuestaria en materia de microcréditos; al tiempo que se han hecho todo tipo de maniobras para relegar a la otra parte en las delegaciones internacionales donde se discuten temas de mutua incumbencia. Semejante despropósito siembra el bochorno y la perplejidad entre quienes se asoman a este campo de la acción pública.

El problema, por lo demás, lejos de diluirse, parece estar llamado a amplificarse en el tiempo, extendiéndose a nuevos ámbitos de la ayuda. Una muestra la ofrecen las recientes operaciones de deuda externa. Es clara la responsabilidad que la Secretaría de Estado de Comercio tiene en las decisiones de cancelación y alivio de deuda, dado su impacto sobre la posición acreedora de la economía española frente al exterior, pero es más discutible que esa competencia deba extenderse a la gestión de las operaciones de inversión pública en desarrollo -salud, enseñanza, etcétera- que se derive de los Fondos de Contravalor que la cancelación de la deuda comporta. Si así fuera, se estaría propiciando el mantenimiento de un doble sistema de ayuda, de criterios y dinámicas no necesariamente coincidentes. Un cierto sentido de coherencia debiera llevar a integrar la gestión de aquellos recursos orientados al desarrollo a que den lugar las operaciones de alivio de la deuda en el marco de la política de cooperación bilateral que España mantenga con el país beneficiario.

El último episodio de esta saga de enfrentamientos la proporciona el proceso de elaboración del Plan Director, una de las novedades de mayor interés que aporta la Ley de Cooperación. En ella se define el Plan Director como el elemento básico de planificación de la política española de cooperación. La puesta en marcha de un instrumento programador de este tipo supone una oportunidad notable para dotar de orden y sentido estratégico a un campo de la acción pública muy necesitado de estos valores. Me es difícil opinar con imparcialidad acerca de la calidad del documento presentado por el Ministerio de Asuntos Exteriores, por cuanto participé en la elaboración del estudio en el que descansa la propuesta, pero sí merece la pena destacar que concitó el respaldo de las ONG, de la patronal, de los sindicatos y de buena parte de la Administración. Como en toda dinámica de consenso, se trata de un apoyo construido a partir de concesiones mutuas, conscientes cuantos participaron en el proceso de la oportunidad que suponía dotar a la cooperación española de un marco coherente para su acción futura. Pues bien, pese al dictamen favorable que recibió por parte del Consejo de Cooperación, y a su posterior aprobación en el seno de la Comisión Interministerial de Cooperación Internacional la propuesta parece haber sido víctima de esa dinámica de conflicto institucional a la que se alude, quedando congelada a las mismas puertas del Consejo de Ministros, sin que en estos momentos se sepa cuál puede ser su destino final. El problema es que, mientras tanto, se discuten unos presupuestos cuyo capítulo de cooperación apenas tiene relación con el marco de compromisos y objetivos que el plan prevé. Puede malograrse, de esta forma, una ocasión única para dotar de un marco de programación claro y coherente a la política de ayuda.

Es posible que se acabe por dar salida obligada a algunos de los temas en disputa -y las decisiones del último Consejo de Ministros desbloqueando ciertos créditos FAD así parece sugerirlo-, pero nada asegura que semejante opción suponga una auténtica solución al conflicto. La cuestión no es dirimir a cuál de las partes corresponde la razón, sino establecer las bases institucionales para que quepa desplegar una política de cooperación integrada, coherente, sólida y eficaz. Y a este respecto me parece que hay cuatro posiciones de partida que debieran respetarse en cuantas salidas se arbitren. En primer lugar, ha de partirse del reconocimiento de que las competencias definidas en la ley deben respetarse; y no cabe olvidar que la ley resolvió poner fin al modelo bicefálico preexistente, optando por un sistema con responsabilidades directivas más unificadas. En segundo lugar, la atribución de esas labores directivas al Ministerio de Asuntos Exteriores -algo acorde con lo que sucede en otros países de nuestro entorno-, no debe suponer reserva alguna en la asignación de responsabilidades del sistema de ayuda a un determinado cuerpo de funcionarios en particular: en una cooperación crecientemente sofisticada en sus aspectos instrumentales, es cada vez más necesario el concurso de aquellos cuerpos de la Administración que sean portadores de capacidades técnicas útiles a la política de ayuda al desarrollo, cualquiera que sea el ámbito institucional de su procedencia. En tercer lugar, y en relación con esto último, la crítica que se ha realizado a la dualidad del sistema no debiera llevarse hasta el punto decuestionar la atribución de las responsabilidades que sobre determinados instrumentos tiene la Secretaría de Estado de Comercio en tanto que reúne la experiencia y el capital humano para su adecuada gestión. Ahora bien, y en cuarto lugar, ello es muy distinto a defender que se prolongue esa especie de disociación instrumental y estratégica que ha caracterizado al sistema español de ayuda. Más bien al contrario, de lo que se trata es de promover la más plena integración posible de los instrumentos financieros en el seno de una política unitaria y coherente de cooperación al desarrollo. Sólo de este modo se podrán aprovechar al máximo los recursos -por cierto, todavía muy limitados- que la sociedad española dedica a ese objetivo central de combatir la pobreza y promover el desarrollo de los pueblos más pobres.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía aplicada y vocal del Consejo de Cooperación.

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