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Tribuna
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Una sola opción: extraditar o juzgar

Cuando hayan sido agotados todos los recursos o apelaciones, tras un previsiblemente largo proceso de extradición en el Reino Unido, su ministro del Interior deberá, finalmente, conceder o denegar la extradición de Augusto Pinochet al Gobierno español.Desde hace tiempo está suficientemente claro -aunque con frecuencia se ignora- que si el ex presidente de Chile no es extraditado a España, los tribunales ingleses deberán juzgarlo por los mismos delitos de tortura, al menos, de los que es acusado en España, conforme al inevitable reconocimiento de que la Convención contra la Tortura obliga a los países que la han ratificado a detener y juzgar o extraditar a los responsables de este crimen internacional.

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Además, si por cualquier razón jurídica imposible, el ex general no fuera extraditado a España debería, entonces, enfrentarse a otros procesos de extradición instados por otros países europeos. En ese caso, el Reino Unido volvería a tener una sola opción: extraditar o juzgar.

Esto es así, porque la tortura y la conspiración para la tortura, al igual que otros delitos contra el derecho de gentes, son crímenes internacionales sometidos al principio de jurisdicción universal, tal y como ya reconoció el Tribunal de Apelación de la Cámara de los Lores anteriormente y ha reiterado, ahora, el magistrado señor Bartle, que acaba de decidir que es procedente la extradición de Pinochet a España.

Pero esto es así, sobre todo, porque la tortura ha sido objeto de una convención internacional masivamente ratificada; ningún Estado ha reivindicado nunca su derecho a la tortura, y existen sentencias condenatorias por este crimen -aunque referido a tiempos de guerra- de un tribunal internacional, como es el de la Antigua Yugoslavia. En consecuencia, la tortura, al igual que el genocidio y otros delitos contra el derecho de gentes, son crímenes asentados en la costumbre internacional, lo que convierte a sus responsables en enemigos de la humanidad (hostes humanae generis).

Ésta es la razón de fondo por la que no han sido atendidas las argumentaciones sobre la falta de jurisdicción de los tribunales españoles y la consiguiente improcedencia de la solicitud de extradición al Reino Unido. Con un razonamiento jurídicamente impecable, el magistrado señor Bartle hace notar que la concesión de extradición no implica un pronunciamiento sobre la responsabilidad de las personas, sino sólo el reconocimiento de que están acusadas en otro país de crímenes objeto de extradición que, en este caso, por estar así previsto en la Convención contra la Tortura son perseguibles con independencia del lugar de su comisión y de la nacionalidad de las víctimas.

En consecuencia, la jurisdicción de nuestros tribunales no es cuestión discutible en un procedimiento de extradición, si éstos han reafirmado que son competentes durante el proceso de extradición.

Es muy conveniente que no se olvide en el futuro esta conclusión del magistrado inglés sobre la presunción de legalidad de las decisiones de nuestros jueces y tribunales en este caso.

En este sentido, la decisión de conceder la extradición es, como ya ocurrió con las sentencias anteriores sobre la inmunidad, un gran paso adelante en derecho internacional para evitar la impunidad.

Tiene una gran trascendencia, también, la decisión de incluir entre los delitos objeto de extradición todos los casos de tortura posteriores a la efectiva vigencia de la Convención contra la Tortura en el Reino Unido, que están incluidos en el proceso en España.

En verdad, la cuestión del número de torturas es irritante, pero el magistrado ha tenido que resolverla, porque así le fue presentado el caso, tras la decisión anterior del Tribunal de la Cámara de los Lores.

El fundamento de esta pretendida limitación era muy precario, pues nada evitaría, en caso de haber sido admitido, ulteriores ampliaciones o nuevas solicitudes de extradición por las torturas excluidas, que debieran tramitarse antes de la efectiva puesta en libertad del detenido.

Pero, con independencia de esto, la reciente sentencia es contundente: no hay razones formales ni de fondo que permitan excluir estos casos, una vez afirmada la jurisdicción universal y, en consecuencia, la de los tribunales españoles, así como vinculación del Reino Unido a la Convención contra la Tortura a partir de 1988.

Desde estos presupuestos, debe reconocerse que, no obstante, existe una difusa, pero cierta preferencia en derecho internacional -muy evidente en la Convención contra la Tortura- hacia la jurisdicción de los países en los que fueron cometidos los crímenes internacionales o del que son nacionales las víctimas. Naturalmente, esto permite poner orden en la jurisdicción universal, pero, en absoluto, se trata, de una concesión a la impunidad, sino, al contrario, de la más elemental sumisión internacional a los principios de proximidad, como garantía de mayor eficacia probatoria, y de interés especial.

Pero, además, esta preferencia deja entrever la voluntad internacional de que los propios países, una vez libres del terror -sea del signo que sea- sometan a juicio a los responsables de crímenes execrables incrustados en su historia.

Por eso, carecen de reconocimiento internacional las leyes de punto final y amnistía frente a crímenes internacionales. Al respecto, el derecho penal internacional sólo concede una opción a los Estados: juzgar o extraditar.

José Manuel Gómez Benítez es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Carlos III de Madrid.

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