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47º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

Michel Deville dibuja una magistral metáfora de una sociedad enferma

El suizo Alain Tanner reitera hasta el tedio sus viejas obsesiones

El francés Michel Deville trajo ayer la última película del concurso, una obra maestra absoluta titulada La enfermedad de Sachs, en la que dibuja con trazos rutundos, de pasmosa precisión, el retrato de una sociedad enferma, la francesa o la nuestra, la occidental. Se sirve para lograr esta hazaña de una metáfora inteligentísima, el ajetreo de la tarea cotidiana, casi infernal, de un médico rural. Es un filme imprescindible, cuya dolorosa vigencia contrasta con el tedioso envejecimiento que otro veterano, Alain Tanner, deja ver en Jonás y Lila.

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Hay muchos accesos al interior del relato o de los muchos relatos que se tejen y unifican en contrapunto dentro de La enfermedad de Sachs. Michel Deville es un habilísimo escritor de muchas buenas películas y director de unas cuantas excelentes, entre las que hay dos eminentes, La lectora, que escribió y realizó en 1988 y que es la única de cuantas ha dirigido que ha obtenido eco en España, y esta La enfermedad de Sachs, que ayer cerró el concurso de esta mejor que buena edición del festival donostiarra.Esta asombrosa película es ante todo el relato descriptivo de un oficio, de una tarea, la de un médico rural francés, hombre dolorido por el dolor ajeno y consciente de que su trabajo causa enfermedad en la misma o mayor medida que la cura. Michel Deville ha creado un personaje de una formidable potencia, un enigma viviente. Es un tipo oscuro, atormentado, solitario, misántropo y, sobre todo, misógino. Reniega de las mujeres porque le saca de sus casillas que enfermen con más frecuencia que los hombres, y él es un médico al que duele el dolor ajeno. Traduce su desasosiego en una actividad frenética, enfermiza, lo que le convierte en una especie de santo ateo, refugiado en su trabajo, al que da proporciones febriles.

Es La enfermedad de Sachs en este sentido un modelo de ese tipo de relato que Ignacio Aldecoa llamaba la épica de los oficios, y su ritmo trepidante, casi vertiginoso, proviene en buena parte de esa singular estructura de epopeya sobre el trabajo humano. El punto de unión de los hilos secretos del dolor de una colectividad es la consulta del médico de ese grupo humano, lugar donde fatalmente confluyen, como en una cloaca, las basuras, todos los quebrantos, los dolores, los miedos, los conflictos, las soledades, las carencias, las miserias y los umbrales de muerte de las gentes que convergen en esa apretada metáfora de las sociedades occidentales contemporáneas ideada por Deville.

Éste urde su estrategia narrativa de La enfermedad de Sachs con enorme astucia y no menos riesgo, afrontando en todo momento la línea de mayor resistencia, cosa que se nota, por un lado, cuando traza el recorrido global del relato mediante el entretejido de los recorridos de los rostros individuales de un larguísimo reparto coral -compuesto por decenas y decenas de personajes vivísimos- en el que éstos son definidos con un solo infalible brochazo y en unos pocos instantes, pero con tan absoluta precisión que llegamos a conocer a todos los habitantes -los enfermos y sus familias- del pueblo de Sachs al dedillo cuando termina la película, que parece espesa e intrincada cuando comienza, pero que acaba siendo al final transitable y diáfana.

Y, por otro lado, se nota la temeraria audacia de Deville cuando fija la cámara y ésta encuentra en contrapuntos de absoluta maestría momentos de reposo dentro del ir y venir de los incontables personajes que se anudan en la memoria y en la personalidad, compleja, atormentada y abnegada hasta casi la santidad, del médico rural protagonista. De esta forma, una parte de La enfermedad de Sachs es la introspección minuciosa de la interioridad del singular médico y otra, entrelazada con la anterior, los retratos instantáneos de todos y cada uno de sus pacientes.

Dos materias formalmente opuestas -muchas figuras de fondo y un solo dueño del proscenio- se funden en una especie de piña humana en la que no hay manera de desgajar una cosa de otra, un rostro del que se cruza con él, y todo ha de ser contemplado como conjunto, como grupo, como colectividad o, en definitiva, como metáfora de un modelo de sociedad, la nuestra, la occidental, que sale del memorable repaso a que la somete Michel Deville desnudada, desenmascarada y hecha unos zorros. Vivimos en una sociedad enferma y generadora de enfermos. Y Michel Deville nos lo cuenta de forma bella, ágil, ligera, fascinadora y, sobre todo, irrefutable. Radicalidad extrema

El retrato que hace Deville del entorno de su médico, que es nuestro propio entorno, es de radicalidad extrema, a causa de su capacidad para convertirse en espejo en el que reconocemos nuestra casa. Somos espectadores y pobladores de esa metáfora de sociedad enferma. Nos movemos en formas de vida generadoras de mal, de dolor, de locura y de muerte, y la primera de las causas de esas patologías colectivas es precisamente la destinada a combatirlas, la medicina o, más exactamente, la medicalización de la sociedad, la agresión clínica a la vida. En este marco, el médico Sachs es, y como tal se comporta, un hechicero, un revolucionario y un santo curandero. Pero es también un agente patógeno, un creador de mal, y lo sabe.

El prodigio de guión que requiere contar estas y muchas más cosas que hay dentro de La enfermedad de Sachs sin hacer un prosaico y aburrido ensayo sociológico, sino ideando una historia poética viva, que divierte, emociona, conmueve y cautiva, se intuye. Es, en efecto, uno de los mejores guiones que he visto fundido en una pantalla en muchos años. Y se intuye también la extrema dificultad que requiere el ejercicio de dirección capaz de poner la pantalla a la altura de esta tupida red de cruces y encrucijadas humanas. Estamos ante el equilibrio soñado de las obras maestras. Las refinadas alturas a que apuntaba la admirable La lectora se elevan aquí mucho más y conducen a un trabajo de cumbre.

Como Jonás y Lila, es un trabajo desalentador, indigno del director de La salamandra y La ciudad blanca. Alain Tanner repite sus obsesiones, cae en inútiles reiteraciones, no desarrolla bien lo que quiere contar o cuenta a medias y se pierde en un desenlace lleno de amagos y tanteos que no cuajan en ninguna imagen contundente, pues detrás de la pantalla no hay creación consistente de personajes, ni de mundos, ni de caminos. Sólo autoplagios con sabor a naftalina, cosa ya irremediablemente vista.

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