Tristeza en un mar de escombros
Un mes después del terremoto, Turquía lucha contra sus efectos en las ruinas y las almas de los supervivientes
ENVIADO ESPECIAL"Algunos se niegan a abandonar sus tiendas. No salen a por comida ni a por agua. Sucede especialmente entre los viejos; es como si quisieran dejarse morir. Ha habido también algún intento de suicidio". Una de las decenas de estudiantes de Estambul -que se presentaron voluntarias para ayudar en los campos de damnificados del terremoto que devastó la región al sureste de Estambul, en la costa del mar de Mármara-, explicaba así algunos de los efectos que sufren ahora, cuatro semanas después, muchos de las decenas de miles de turcos que perdieron todo en aquellos eternos segundos en los que rugió la tierra en la madrugada del 17 de agosto.
Mucho se ha hecho desde entonces: las carreteras y las calles principales de las dos ciudades más afectadas, Golcuk y Adapasari, están limpias; expeditas para que transiten por ellas centenares de inmensos camiones de minería y obras públicas que llevan invariablemente la carga que más abunda en aquel desolador paisaje: escombros de hormigón y hierros retorcidos.
La policía y fuerzas especiales del Ejército, protegidos con mascarillas, dirigen el tráfico de este triste cargamento por las carreteras junto a la costa en la que tantos habitantes de Estambul suelen pasar el verano.
O solían. Porque miles de los que allí perdieron a sus familiares han asegurado que nunca volverán, y muchos de los habitantes de estas ciudades y pueblos devastados han optado por emigrar. No dejan nada atrás, ni siquiera unas tumbas, ya que no han encontrado a sus familiares desaparecidos.
Los cadáveres probablemente viajen en esos grandes camiones hacia alguna escombrera lejana, con los cuerpos descompuestos por el peso del hormigón, el calor y la humedad del viento del mar.
En Adapasari, como en Golcuk, la población lleva casi un mes, desde que se abandonó toda esperanza de encontrar supervivientes, observando cómo las excavadoras derriban restos de viviendas y cargan sin cesar escombros en los camiones. El domingo eran muchos los que observaban en los pueblos esta terrible rutina que se ha instalado en la región y que se prolongará con seguridad meses, a la vista de los daños. Tampoco tienen otra cosa que hacer todos estos hombres que vagan por la ciudad ni las mujeres que pasan el día sentadas ante las tiendas de campaña, que son su nuevo hogar, nadie sabe por cuánto tiempo.
Miles están en los campos instalados por la Media Luna Roja, la Cruz Roja, las ONG y otras organizaciones humanitarias y equipos de ayuda internacional.
Otros muchos miles de turcos han improvisado tiendas de campaña para permanecer y dormir junto a sus casas por miedo a que la tierra se vuelva a mover y sus maltrechas paredes y techos se les derrumben encima.
El miedo está omnipresente. El lunes de la semana pasada se produjo un nuevo seísmo. La mayor parte de los pacientes que tiene el Ejército español en el hospital de campaña que ha instalado entre Yalova y Golcuk son personas de todas las edades que se lanzaron desde sus ventanas al sentir el nuevo movimiento.
Muchos jamás podrán volver a pisar sus antiguas casas, aunque ahora, en aquel mar de ruinas, parezcan los más afortunados supervivientes.
Tanto en la ciudad de Adapasari como en Golcuk, los daños estructurales de las casas todavía en pie son tan graves que una gran parte, barrios enteros, acabará también convertida en escombros en los próximos meses.
La Cruz Roja Española ha instalado los centros médicos en el mayor campo de Adapasari, un campamento que, bajo la constante vigilancia del Ejército turco, funciona con un orden y una limpieza como muy pocos lo han hecho tras catástrofes humanitarias semejantes.
La principal tarea ahora es acondicionar los campos ante la llegada del invierno. La mayoría de las organizaciones humanitarias se inclinan por hacerlo con tiendas de campaña impermeables y con calefacción, ya que temen que la creación de campos de casas prefabricadas acaben, como ha sucedido en tantos casos, siendo consideradas por las autoridades como viviendas definitivas de los damnificados.
Mejor un invierno en tiendas que el resto de la vida en contenedores, se dicen.
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