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Temple

Enrique Gil Calvo

Como se ha cumplido el primer aniversario del Acuerdo de Estella y la consiguiente tregua indefinida anunciada por ETA, es hora propicia para que propios y extraños hagamos balance ritual: ¿cuál es el estado del llamado proceso de paz? Los nacionalistas radicales ya han refrendado el diagnóstico de ETA determinando que el proceso va mal (para sus intereses, se entiende), estando a punto de pudrirse porque Madrid lo vacía de contenido. En cambio, Aznar entiende que el proceso va bien, y la mayor parte de los observadores independientes (si queda alguno sin seducir desde Moncloa) le da la razón.Pues bien, por esta vez, y sin que sirva de precedente, creo que Aznar acierta al creerlo así. No sólo eso, sino que además ha acertado en su forma de conducir el proceso a lo largo del último año: sin reservas, chapeau. Otra cosa es que el acierto sea mérito suyo o de Mayor Oreja, como parece más probable (a juzgar por el desastre sin paliativos de la política general del Gobierno, salvada la macroeconomía). En todo caso, la desactivación del terrorismo va bien, en efecto, como demuestra la continuidad del cese de los asesinatos sin que ETA haya cubierto ninguno de sus objetivos, ni parezca que lo vaya a lograr en el futuro: pese a lo cual, tampoco tiene otra salida que seguir intentándolo, pues volver a matar le supondría su suicidio anunciado.

Se trata de una partida estratégica que se juega en dos tableros simultáneos. Una de estas arenas es la batalla de la opinión pública, en pugna por el control retórico sobre la definición de la realidad. Aquí hay una guerra abierta entre dos bloques de definiciones adversarias. De un lado, los que definen el proceso como un intercambio de paz por autodeterminación, usando la retórica de la paz como un señuelo para legitimar ex post la lucha armada y obtener a largo plazo la independencia por desbordamiento electoral: es el bando de Lizarra, que instrumenta la ilusión pacificadora no como fin, sino como medio. Y frente a ellos, del otro lado están los que definen el proceso como un intercambio de paz por prisioneros, cuya estrategia pasa por dosificar la política penitenciaria para condicionarla al calendario de la desactivación terrorista, aguantando el tirón retórico de la paz a la espera de resistir el riesgo de desbordamiento electoral.

El otro tablero de juego es la pugna por el control cronológico del proceso: su timing, su agenda, su calendario. En este frente lleva de momento la iniciativa Mayor Oreja, imponiendo su sentido de la oportunidad. Existen aciertos brillantes, como pisar a los radicales las primicias sobre la negociación o adelantarse al aniversario de Lizarra con el acercamiento de cien presos etarras. Pero la mayor habilidad ha sido retrasar todo lo posible las cesiones en materia penitenciaria, que son su verdadera baza de negociación. La acusación de inmovilismo es absurda, dada la simetría de posiciones entre el Gobierno y ETA, pues aquél no puede mover pieza mientras ésta no deponga sus armas: otra cosa significaría retirarse de la partida antes de jugarla. En suma, en este campo la cuestión esencial es ganar tiempo: no ser impaciente y tener temple para ceñirse a los movimientos del contrario, tratando de sortearlos para prevenir su amenaza de desbordamiento. Justo como en la regla de oro del toreo: parar, templar y mandar.

Pero bajo esta doble mesa de juego podría existir otra partida solapada, pues de otra forma no se explica que el proceso vaya tan bien. Me refiero a la ignaciana habilidad del PNV para jugar con dos barajas, al darles cuerda a los radicales, ofreciendo una salida digna al terrorismo, pero al mismo tiempo darles largas también, sin terminar de aceptar, pero sin tampoco rechazar, su fantasía de autodeterminación. Y el conjunto de este triple tablero parece un thriller de intriga, con reparto de papeles entre el policía bueno, el PNV, y el policía malo, Mayor Oreja, dramáticamente enfrentados entre sí. Esperemos que entre ambos logren que el criminal nunca gane: qué mejor final feliz.

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