Un gigantesco polvorín de centrales y navíos atómicos rusos amenaza al Ártico
Noruega ha financiado un depósito para el combustible de 125 submarinos abandonados
ENVIADA ESPECIAL Agazapadas en un territorio que no suele aparecer en los mapas, las bases de la flota rusa emplazada en el Ártico desde la II Guerra Mundial almacenan un gigantesco arsenal nuclear que la falta de dinero y la desidia han convertido en un polvorín a punto de estallar sobre una zona privilegiada por sus recursos naturales. Los países escandinavos, liderados por Noruega, intentan implicar a la comunidad internacional para que contribuya a hacerse cargo de más de 200 reactores nucleares instalados en submarinos y rompehielos civiles.
El empeño de Noruega en evitar que el polvorín ruso estalle a 40 kilómetros de su frontera tiene fundamentos de peso. Su segunda fuente de ingresos, después del petróleo, es el pescado, que se extrae en su mayor parte en los bancos situados dentro de las 200 millas de las aguas jurisdiccionales que bordean el país, alimentados por la cálida corriente del Golfo de México. Esta corriente permite que el puerto de Murmansk, en la península de Kola, sea el único del norte de Rusia que se mantiene sin congelar en invierno, circunstancia que movió a los estrategas de Stalin a elegir la zona como base para la flota soviética del Norte. Tras ser arrasada por Hitler, el régimen soviético levantó allí un gigantesco astillero de armamento atómico lejos de los frentes de la II Guerra Mundial.
En la provincia contigua de Arcángel, miles de prisioneros levantaron los astilleros de Severodvinsk dedicados a la construcción y reparación de submarinos propulsados por reactores nucleares y a la colocación de cabezas nucleares en los submarinos procedentes de San Petersburgo. Más tarde, miles de rusos procedentes de otras provincias llegaron voluntariamente a la zona atraídos por incentivos salariales.
Durante la guerra fría apenas se sabía nada de estos arsenales. Pero, tras la caída del régimen soviético, las informaciones sobre ensayos nucleares (más de 200) y sobre las instalaciones atómicas en esta lejana región del globo han desvelado la gigantesca amenaza para la salud y el medio ambiente, sobre todo después de lo ocurrido en Chernobil.
El pánico de Noruega ante un eventual suceso similar viene de lejos. Durante décadas, Rusia, el Reino Unido, Bélgica, Holanda, Suiza, Alemania, Francia y otros países occidentales han elegido el mar de Barens y la fosa del Atlántico como basurero de sus residuos nucleares, hasta que la Convención de Londres (1983) puso fin a esta práctica.
Desde entonces, sus diplomáticos pugnan por implicar a la UE y EE UU para disipar esa amenaza. El pasado viernes, una delegación noruega, encabezada por el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Solve Steinhovd, acompañado de un pequeño grupo de periodistas europeos y norteamericanos, fue testigo por fin del cumplimiento de uno de los múltiples programas incluidos en el Plan de Acción aprobado por el Parlamento noruego en 1995 para ayudar a Rusia a controlar su polvorín atómico. Con una fanfarria propia de otros tiempos, las autoridades rusas saludaron la remodelación de las instalaciones para submarinos atómicos de Zvyozdochka en Severodvinsk (Arcángel), donde se hará un primer tratamiento del combustible utilizado por los 125 fuera de servicio. El proyecto ha sido desarrollado por la empresa noruega Kvaerner, que, aunque reconoció carecer de experiencia en materia nuclear, ha preparado para los rusos plataformas petrolíferas (la zona posee las mayores reservas del mundo de petróleo) y el lanzamiento de satélites de comunicaciones.
Impuestos excesivos
La planta inaugurada el pasado viernes, presupuestada en unos 100 millones de pesetas, no estará operativa hasta que supere las pruebas exigidas por las normas internacionales de seguridad, probablemente en la primavera próxima. Según un informe de Kvaerner, Rusia debería invertir más de 2.000 millones de dólares (alrededor de 300.000 millones de pesetas) en el desmantelamiento de 138 submarinos nucleares abandonados de los más de 250 que integran su flota. Pero Rusia carece de dinero para afrontar este y todos los problemas derivados de su arsenal nuclear obsoleto. De hecho, las ciudades de Murmansk y Severodvinsk han perdido más de 200.000 habitantes entre las dos desde la caída del régimen soviético por la falta de trabajo y la desaparición de los incentivos. "Están muertas. Antes hacíamos cuatro submarinos al año, ahora uno cada cuatro años. Aquí no hay nada que hacer. La nieve lo cubre todo desde noviembre hasta mayo. Este año soportamos temperaturas de 42 bajo cero y en el verano superamos los 30", comenta un operario de los astilleros Zvyozdochka.
Solve Steinhovd confía en que tras la guerra de Kosovo, que ha congelado las relaciones con Rusia, se reanuden de manera que pueda acelerarse el plan de acción aprobado por su Parlamento y financiado por los contribuyentes. Los obstáculos son innumerables. El más importante es la imposibilidad de acceder a los emplazamientos nucleares. El segundo son los gravámenes que imponen al material técnico cedido por Occidente. "Las tasas llegan hasta el 50%", confiesa un diplomático noruego. Y el tercer obstáculo es el tiempo. "Las negociaciones para superar estos obstáculos duran años. Tenemos que armarnos de una paciencia infinita", añade el diplomático.
No es de extrañar. Ninguna de las plantas nucleares de la región cumple los estándares occidentales. En Atomflot, la base de los rompehielos de Mursmanks, donde Noruega rehabilita unas instalaciones para ampliar de 1.200 a 5.000 metros cúbicos el tratamiento de los residuos de nueve rompehielos atómicos y a la que se permitió el acceso a los periodistas, el panorama es patético. El edificio tiene desconchones por dentro y por fuera y en lugar de ofrecer la imagen propia de un recinto de máxima seguridad parece un enclave abandonado desde hace años. Pese a ello, los rompehielos están en perfecto estado de marcha. El Sovietski Soyuz, anclado a la espera de combustible, se alquila a los turistas que deseen conocer el Polo Norte. El viaje se hace en dos semanas, pero el navío podría estar navegando cuatro años sin repostar. Su orgulloso comandante, Stanislav Schmidt, asegura que consume la mitad que los propulsados por gasóleo.
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