Venezuela: globalización y democracia
Mientras usted se despereza en el dulce declive del verano, en Venezuela se vive un drama humano y político cuyas consecuencias potenciales para toda América Latina apenas empezamos a vislumbrar. Los hechos son conocidos, entre otras cosas, gracias a la excelente cobertura informativa proporcionada por este periódico. Le refresco la memoria, de forma sucinta, para ir luego al fondo de la cuestión, de una cuestión que nos atañe a todos. Hartos de una clase política que la mayoría de venezolanos considera corrupta e incompetente, Venezuela eligió presidente el pasado diciembre por aplastante mayoría a Hugo Chávez, un militar nacionalista que fracasó en su intento de golpe populista en 1992. La propuesta central de su programa era la elección popular de una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) que, mediante una nueva Constitución, reconstruyera las instituciones venezolanas, carcomidas por su propia degeneración. Dicho y hecho. El pasado 25 de julio, las elecciones a la Constituyente arrojaron una aplastante mayoría (el 90% de los escaños) en favor de los partidarios de Chávez. Chávez, en un gesto teatral, puso su presidencia a disposición de la ANC y, obviamente, fue restablecido en su cargo. Pero no así el Congreso y la Corte Suprema, a los que los constituyentes exigieron suspender su actividad en espera de las nuevas instituciones. La Corte Suprema votó su autodisolución. El Congreso aceptó suspender su actividad, pero, súbitamente, el 26 de agosto, decidió reunirse y, ante la oposición de la Constituyente, salió a la calle con sus partidarios. Se inició así un grave conflicto social y político, aún abierto en estos momentos. Los partidos clásicos presentes en el viejo Congreso ("cascarones vacíos", según su propio líder, Carlos Andrés Pérez) saben que no gozan de apoyo popular en el país. Pero siempre hay unos miles de partidarios dispuestos a jugar la última baza, sobre todo cuando cuentan con el apoyo de los sectores financieros, de la mayoría de las empresas multinacionales, de la importante economía criminal, de algunos sectores del ejército, de buena parte de la clase política de América Latina (alarmada por el populismo de Chávez) y, en forma solapada, de Estados Unidos. Se trata de provocar una situación de enfrentamiento interno que internacionalice el conflicto y permita, en último término, la intervención del ejército. En una reciente entrevista a este periódico, el ex presidente Carlos Andrés Pérez (tan corrupto como el ex presidente Caldera, cuya corrupción denuncia) vaticinó que Chávez no duraría dos años en su cargo, contestando a la pregunta sobre quién lo iba a echar con un sugestivo "eso ya lo veremos". ¿Estamos ante una nueva crónica de un golpe anunciado? ¿Cómo se ha llegado a esta situación y a dónde lleva este proceso?
Venezuela podría ser uno de los países más ricos del mundo y, de hecho, fue el país más rico de América Latina allá por los cincuenta, como bien saben los miles de vascos y gallegos que emigraron a ese país. Su enorme riqueza petrolera (es el primer proveedor de petróleo de Estados Unidos), bien empleada, hubiese podido generar un proceso de desarrollo dinámico, asegurando un nivel de vida decente para la mayoría de la población. Pero esa enorme riqueza fue a parar a manos del Estado (el petróleo fue nacionalizado), que la utilizó para crear un sector de empresas públicas improductivas, con altos sueldos y privilegios para sus ejecutivos y trabajadores. La industria de la construcción y la especulación inmobiliaria, alimentadas con gastos públicos, se convirtieron en los sectores clave de una economía de la que la Caracas de las autopistas atascadas y los rascacielos entre chabolas (50% de la población de la ciudad) se convirtió en el símbolo esperpéntico. Así se generó un gigantesco mecanismo de apropiación privada de riqueza pública que alimentó una banca especulativa y con reputación de especialista en el lavado de dinero. En el centro de ese sistema, los dos partidos políticos (Acción Democrática y Copei) que se alternaron en el poder y practicaron similares políticas: clientelismo mediante prebendas del Gobierno, protección a los trabajadores del sector público y asistencia a los pobres a cambio de votos. Este modelo de economía parasitaria transformó la riqueza del país en pobreza para su gente (un 70% de la población vive en la pobreza) y condujo Venezuela a su actual nivel de 3.480 dólares per cápita (España tiene en torno a 15.000), amén de una extrema desigualdad en renta y servicios. Una prensa independiente informó puntualmente de la corrupción a una población cada vez más desesperada, que reaccionó con violencia, individual -las bandas de "malandros" (niños malos)- o colectiva, como en el Caracazo, en el que, aprovechando un apagón, miles de pobres descendieron de sus colinas y saquearon la ciudad de los ricos. La crisis se agravó con el proceso de globalización. Teniendo que integrarse en el nuevo sistema de liberalización y privatización, los partidos tradicionales sacrificaron a su clientela tradicional, pero no renunciaron a su propia tajada. El cierre de empresas públicas aumentó el desempleo, la supresión de subsidios a programas del Gobierno dejó desamparados a los pobres, las políticas de austeridad llevaron a la crisis de hospitales, escuelas y universidades. Mientras que las oligarquías económica y política proseguían con sus compras de los fines de semana en Miami. En ese contexto prendió el mensaje de Chávez, centrado en un solo tema: sin cambio de instituciones políticas y judiciales no hay política posible para salvar al país. Por eso, el ex golpista (que se sitúa en el rancio linaje de los militares nacional-populistas) pudo apoyarse en un proceso democrático para llevar su proyecto adelante.
La crisis política venezolana ejemplifica las tormentas de la globalización. Por un lado, el costo social de las políticas de ajuste recae sobre los sectores populares, con aumento de la desigualdad y la exclusión social, como acaba de documentar el Informe de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Por otro lado, la refor-
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ma de la economía socava las bases clientelistas del viejo sistema político. Cuando la gente más necesita al Estado, los políticos tradicionales le retiran la protección, al tiempo que se benefician personalmente de su acceso exclusivo a los flujos de riqueza global. De México a Argentina, la crisis social se transforma en crisis política. Y de esa crisis política surgen proyectos nacionalistas, como el de Chávez, que tratan de renegociar las condiciones de inserción en la economía global. Pero el triunfo de una alternativa nacionalista al nuevo orden global en América Latina sentaría un precedente demasiado peligroso. De modo que pareciera como si los poderes fácticos de ese nuevo orden global hubiesen puesto en marcha la maquinaria de "defensa de la democracia", sin importar demasiado que por dos veces una amplia mayoría de electores venezolanos haya apoyado esa alternativa. O quizá por eso. La simpatía ingenua de Chávez por Fidel Castro y sus contactos diplomáticos con la guerrilla colombiana proporcionan argumentos para una nueva operación desestabilizadora como en los viejos tiempos. Si ponemos en relación la situación en Venezuela con la guerra civil que se vive en Colombia y con su mezcla explosiva, tanto en Colombia como en Venezuela, con la geopolítica de la droga y del lavado de dinero, se dan las condiciones para una operación político-militar hemisférica en ambos países. El impacto de esa operación sobre los mercados financieros latinoamericanos, hoy globalizados, sería devastador. Y teniendo en cuenta que una parte de sus ahorrillos están en fondos de inversiones de bancos españoles que han invertido sustancialmente en América Latina, resulta que entre lo que pase con Chávez y sus vacaciones hay una relación más directa que la de la siesta sugerida por la lectura de este artículo.
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