La fertilidad de Woody Allen concibe una agilísima comedia sobre el jazz
Concursaron ayer un trivial drama político francés y un absurdo "porno" coreano
ENVIADO ESPECIALEl neoyorquino Woody Allen no ha faltado a su cita anual con el Festival de Venecia, ciudad que el cineasta ha elegido como su segunda patria. En Sweet and Lowdown vuelve a dar su enésima magistral lección de cómo fundir el jazz (su alegría y su desgarro, sus gentes y sus guaridas) en la sonoridad del celuloide. La deslumbrante banda sonora no se come los ágiles ritmos interiores del filme y, sorteando la tentación de profundidad, da vehemencia y gracia a un magnífico pasarratos, que ha aportado el mejor cine visto aquí hasta ahora.
Como de costumbre, la película anual de Woody Allen llamó también este año a las puertas de los cines de Europa -donde en realidad se encuentra su verdadera clientela, ya que fuera de Manhattan el cineasta está rodeado en su país por un cerco de indiferencia e incluso de desconocimiento- desde la Mostra de Venecia. El estreno mundial de Woody Allen cada otoño se ha convertido así en un suceso, casi en un rito, veneciano. Aunque el célebre cómico tiene su segunda casa a diez minutos de travesía en vaporetto de la marisma que separa San Marcos del Lido, nunca se le ha visto, jamás aparece, aunque casi se oigan desde aquí los entrañables desafinamientos de su clarinete. Tímido y víctima de una repugnancia insalvable hacia los baños de multitudes, Woody Allen sólo entra bajo los focos y da la cara por sus películas cuando intuye que éstas necesitan su apoyo desde fuera de la pantalla, como fue el caso de la arriesgada, compleja y desequilibrada Celebrity. Pero Sweet and Lowdown, su nueva comedia, es evidente que, en el escenario de su gracia y su ligereza, no necesita de entrada más ayuda que la de sus propias imágenes, por lo que ayer se proyectó aquí casi completamente desasistida.
Plantón
Sólo acudió a defenderla, y más probablemente a defenderse a sí misma, Samantha Morton, su magnífica y casi desconocida actriz, procedente de los teatros marginales neoyorquinos, que por sí sola llenó el hueco (fácilmente rellenable) que dejó en la sala de conferencias de prensa de la Mostra el inesperado plantón de la guapa y mediocre Uma Thurman y el de (éste sí irrellenable) Sean Penn, que compone un personaje en los antípodas de los que habitualmente suele ofrecernos. Sin embargo, Penn también lo borda, mostrando así una riqueza y una variedad de registros que pone mucho hierro en la convicción, cada vez más firme y extendida, de que Penn es uno de los más solventes, o incluso el que más, intérpretes de su generación, de que se trata de uno de los más serios y mejor dotados, por no decir el que más, intérpretes del cine americano actual. Un irlandés de la misma pasta de la que estaba hecho nada menos que Spencer Tracy, que es casi lo máximo que puede decirse de un hombre de su oficio.
Sweet and Lowdown imita el modelo de los reportajes biográficos retrospectivos que la televisión estadounidense suele realizar sobre algunos célebres artistas del pasado inmediato y recompone con una estructura dramática de puzzle la vida y milagros de un imaginario, semiolvidado pero genial, músico de jazz de los últimos años treinta. La precisión con que Woody Allen introduce en una ficción cinematográfica este socorrido modelo de reportaje televisivo es extraordinariamente brillante. Derrocha humor, agilidad, gracia y, como ya es de esperar siempre en el goteo de la última etapa de la carrera del cineasta neoyorquino, cada vez mejor oficio.
La película, en terminología festivalera, "se respira". No requiere, en efecto, el más mínimo esfuerzo verla y disfrutarla dentro de un bombardeo masivo de celuloide filmado desde muy diferentes angulaciones de la sensibilidad, bombardeo que abarca todas las formas conocidas de impacientar y fatigar a los ojos. La película de Woody Allen, por el contrario, sabe a poco, a muy poco, lo que es muchísimo decir aquí, donde ante las pantallas hay horas tan devastadoras como siglos.
Casi cuatro de esas horas inacabables se consumieron ayer antes y después del veloz minuto que Allen regaló a las víctimas de esta plomiza Mostra. Las dos primeras prometían esa cosa tan imprecisa y errática que ahora llaman morbo, pero lo prometido resultó ser en realidad una chapuza del cine coreano titulada Mentiras, título exacto, pues es difícil encontrar una tan ininterrumpida sucesión de trolas anticinematográficas. El tal morbo -palabra que este cronista prefiere leer en su significado de enfermedad- consiste en que la censura coreana ha prohibido la peliculucha por considerarla una intolerable provocación pornográfica. En realidad, esas Mentiras son lo contrario. Todo en ellas se resume en una sucesión de ejercicios de coito ortodoxo y no ortodoxo -la cosa acaba desembocando nada menos que en jueguecitos de coprofagia y sadomasoquismo- tan sosos e idiotas que convierten a la castidad en un sueño erótico continuado. A la salida de la proyección del engendro coreano era gracioso oír a quienes se añadían a los corrillos cinéfilos preguntar hasta qué polvo habían aguantado los demás, pues en realidad pocos agotaron la totalidad del arrugador muestrario, que paradójicamente ha despertado las iras vaticanas, cuando lo lógico parece que los profesionales de la abstinencia sexual apoyen un porno tan absolutamente disuasorio como es éste, por mucho que pretenda ser una llamada libre, transgresora y estimulante a combatir la moral sexual represiva.
Parece probable que la prohibición de los censores coreanos a la proyección de estas Mentiras se deba más bien a su temor a que esta cosa provoque un brusco e inesperado descenso de la natalidad en su país.
Babelia
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