Mucho ruido
JOSÉ LUIS MERINO Nada más concluir la Semana Grande bilbaína, desde la concejalía de Cultura del Ayuntamiento se anunció, entre otras medidas, que el próximo agosto el consistorio será muy riguroso con el exceso de ruido habido en los días de fiestas. Es seguro que tal aseveración va a ser acogida con suma alegría por quienes se sienten víctimas del estruendo y jolgorio nocturnos de esos días festivos. Aunque la intención por parte del Ayuntamiento sea loable, llevar a cabo esa medida no va a resultar tan fácil. Vivimos en una sociedad repleta de ruidos. Desde que amanece las ciudades generan sus propios ruidos. El rodar de los automóviles y sus bocinas, el trepidar de los camiones y autobuses públicos, las motos con los furiosos escapes. Luego, la vida en movimiento, los comercios y sus reclamos, los cafés y bares, donde hasta el más modesto de ellos arranca la jornada con el encendido de las televisiones, más los infinitos sonidos que conforman el gran ruido de la tierra. Nos invade un universo de ruidos. Cuando pasamos del trabajo al ocio, el gusto por el ruido acrece. De ahí el trepidante voltaje de la música de las discotecas. Y para las llamadas fiestas populares de cada barrio, nada más normal que instalar estrados donde altavoces de gran potencia imparten decibelios a mansalva. Da igual que suene de día o en altas horas de la noche-madrugada. Para algunos, el ruido es como algo tangible que toma cuerpo hasta convertirse en un cerco, con su territorialidad propia. Cuando esa territorialidad se junta con otras que anidan parecidos intereses, entonces surgen unos gustos comunes, que les llevan al ejercicio de imponerlo a los demás. Ese acto impositivo puede llevar inherente un rapto de exacerbada radicalidad. No siempre, dicho sea en honor a la verdad. Frente a lo extremoso e impositivo se halla el equilibrio, la mesura, la ponderación, el bien común razonado, que proviene de la mejor parte de aquellos que se tiene por los demás. Mas no nos alejemos de la especificidad del ruido y las fiestas. Éstas no son para todos lo mismo. Mientras unos ven naturalísimo que el estruendo y jolgorio festivos corran más allá del alba, para otros, lo razonable, aún estando a favor de las fiestas, es que existan horas del natural y merecido descanso. En esa dialéctica de vigilias y descansos puede entrar en acción el deseo de imponer unos gustos determinados, ruidosamente extremos, a quienes no les gustan esos modos. En tanto que a unos la megafonía decibélica extrema y el horario nocturnísimo les colma de placer, completándoles como individuos, para otros el estruendoso ruido izado en la alta noche supone una agresión abusiva, un desprecio al individuo. Si los proclives al estruendo y jolgorio aducen que les asiste el derecho democrático al ocio, no debieran olvidar que a los que no piensan como ellos les asiste, asimismo, el derecho democrático al descanso. No es fácil la encomienda prometida por el concejal de Cultura del Ayuntamiento bilbaíno, José Luis Sabas. Como un síntoma poco aleccionador, desde el metro bilbaíno ponen su matiz contradictorio. Una vez que han pasado las fiestas, el hilo musical que suena en las estaciones del metro lo han puesto a más potencia de lo normal. Ignoro por qué, ni sé para quiénes va destinado en especial y si con ello nos están induciendo a pensar que la vida no es concebible sin el hilo musical. Lo que no ofrece duda es que con unas y otras secuencias en torno a los ruidos se está creando una sociedad poblada por autistas. Se alza por encima de cualquier otra consideración el miedo pavoroso del individuo a escucharse interiormente. Parece que todo tiene que acompañarse de ruido. Y el ruido acaba por fabricar una sociedad caótica, frustrada, insolidaria y, como se ha dicho, autista. Claro que sería una estupidez echarle la culpa al ruido, en sí mismo. Lo realmente nocivo son los modos de aplicar los ruidos, insuflándolos impositiva y extremosamente a los demás.
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