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El laberinto de las aceitunas

Juan Cruz

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CRÓNICASNo hablaban de la excelente novela del caballero don Eduardo Mendoza, sino de las aceitunas propiamente dichas, esas espléndidas, inocentes capacidades verdes de los olivos maltratados del sur del mundo. Y quienes hablaban de este admirable alimento, que abre el apetito ya en todo el mundo y se ofrece en sus más distintas variedades como una manera suave pero terminante de culminar las bebidas blancas que preparaba don Luis Buñuel, eran dos académicos de la Lengua; situados en el entorno de una puerta inmensa de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), Mario Vargas Llosa y Francisco Rico, cervantinos ambos, unidos por el premio al que da nombre el ilustre polígrafo cántabro, hablaban con calor. ¿De qué?, les preguntó el cronista. No les diferenciaba -o les igualaba- en la excitación Tirant lo Blanc o el propio Quijote, que ambos consideran su cabalgadura, sino que les unía el odio común a la aceituna. ¿A la aceituna mismamente, a ese producto del azar natural? Sí, pero no a la aceituna en sí, sino a la manía universal de comerla haciendo evidente su despojo, esa pipa sin carne que cae como un insulto sobre los platos y sobre los ceniceros; obscenidad, dijo Vargas Llosa; asco, pronunció Rico.¿Qué les había llevado a las aceitunas? Rico dijo que en una ocasión, sentado con el ya extinto José Ferrater Mora, que era gran consumidor de aceitunas, advirtió a éste que no las consumiera en el aperitivo ni en su presencia, pues era tal repugnancia la que le producía la obscena presencia de su despojo que abandonaría el almuerzo. El cronista no ha visto a nadie -quizá a Juan Benet- poniendo tanto énfasis en el relato de una anécdota horrible del pasado, que en este caso concluyó con el relato tajante de su conclusión: en efecto, Rico se levantó de la mesa y se fue, ante el estupor de Ferrater Mora, enmarañado para siempre en este laberinto del odio a las aceitunas.

Allí estaban, pues, los dos académicos hablando de las aceitunas; de pronto, los curiosos les hicieron círculo, porque cuando dos escritores hablan acaloradamente siempre se intuye que puede haber noticia, tal como están hoy los medios literarios, que hablan con preferencia de peleas o de anticipos; pero el azucarillo de su diatriba se quedó ahí; quien estuvo atentísimo a la discusión fue el rector de la UIMP, el economista José Luis García Delgado, anfitrión de los académicos, quien tuvo luego cuidado, en la cena con que honró a Vargas Llosa, de ofrecer jamón o cualquier cosa, pero ni una aceituna con hueso: se hubieran levantado Rico y Vargas, a rendir culto, sin duda, a Menéndez Pelayo.

O, a Menéndez y Pelayo, como dice Vargas Llosa. El escritor peruano -a quien García Delgado auguró el Nobel y a quien Rico llamó polígrafo: "la mano entera no, pero un dedo sí me lo jugaría a que en todas y cada una de las ceremonias de entrega del premio que hoy recibe (...) ha sonado cuando menos un par de veces (...) el sustantivo polígrafo"- fue muy generoso con el ortodoxo don Marcelino, e incluso le vio en el cielo: según el autor de El elogio de la madrastra, no puede imaginar uno a Menéndez y Pelayo pecando, pues tanto trabajo tuvo. Cuando terminó su discurso, Vargas Llosa recibió la siguiente información: cuando se cumplió el centenario del ilustre polígrafo conservador al que él presumía en el cielo, el escritor José Luis Cano, a la sazón subdirector de la revista Ínsula, fue a entrevistar a personajes que le hubieran conocido; y dio con una mujer ya vieja y sorda que a sus noventa y pico años tenía vagos recuerdos de su época como responsable de la casa de citas a donde solía acudir el polígrafo. La insistencia con que Cano luchó contra la sordera de la entrevistada hizo que ésta vislumbrara un recuerdo nítido de su cliente: "¡Ah, dice usted don Marcelinín! ¡don Marcelinín, don Marcelinín! ¡Qué hombre para la cama!"

Todo suele ser mentira, o por lo menos media verdad, pero también dicen que era don Marcelino tan espectacular en su pasión por el estudio y por la lectura -y por eso estará en el cielo, seguramente- que se hizo instalar en su cuarto de baño una mesa de trabajo en la que proseguir sus tareas mientras vencía el estreñimiento. Parece que a Vargas Llosa le dieron esa información, pero nunca tuvo datos fehacientes: en la casa de don Marcelino no consta ese mueble.

Y hay otro detalle, seguramente mentiroso también, pero está en la historia de lo que no se cuenta sino cuando los académicos creen que no los oye nadie: don Marcelino comía mientras estudiaba y marcaba las páginas con la tortilla a la paisana que le servían en la pensión.

No existe la moviola de la verdad, pero es cierto que todo esto se escucha, como uno escucha hablar sobre el odio a las pipas de aceitunas.

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