La sensación de los relojes
El último encierro se salda con dos heridos graves arrollados por los toros.
Suena el cohete. El último. Los toros ya están en chiqueros. La calle Estafeta se puebla de abrazos, despedidas, sonrisas de satisfacción. Instantes después, unos hombres de mono azul se afanan en desmontar el vallado. La calle empieza a respirar algo de repente extraño: normalidad. Han pasado nueve días sin noche. Poco más de una semana que podría haber sido un siglo, un milenio o un segundo. Al otro lado, sin san Fermín como compañero de parranda, se adivinan días completos. Días plagados de horas, divididos en mañana, tarde y noche y, lo peor, sin encierros. Se adivinan rutinas, jornadas laborales, periodos de abstinencia y el sonido de un despertador. Asoma la sensación de los relojes.
Se corría el último encierro y en el ánimo de todos estaba el acabar cuanto antes con trago tan amargo. Poco menos de tres minutos y se acabó. Los problemas llegaron precisamente por las prisas de los toros de Gutiérrez Lorenzo, propiedad de El Niño de la Capea. Más que correr, arrollaron. El pamplonés Ernesto Gutiérrez Iparraguirre, de 27 años, y el vecino de Detroit Paul G., de 50, probaron en sus carnes la celeridad de los bureles.
La manada entera pasó en un respiro por encima de sus cuerpos. Poco antes de la conocida curva de la Estafeta, Ernesto resbaló y se vio sorprendido. Varias costillas rotas y una perforación en el pulmón fue el balance del encuentro. Poco después de ser intervenido en el Hospital de Navarra, el hermano del herido quitaba hierro a la grave lesión: "He hablado con él y, según dicen los médicos, evoluciona bien".
Fuerza intacta
El estadounidense, que sufre una fractura en la cadera, padeció similar suerte justo antes de otro de los giros que da el recorrido: el que conduce desde Santo Domingo al Ayuntamiento. La manada, con toda la fuerza aún intacta, arrasó al corredor, que justo en ese momento arrancaba por el centro de la calle. Hasta el inicio de la larga calle de Estafeta el encierro discurrió con el peligro pendiente de los cabezazos, amagos y tanteos de algunos de los morlacos. A partir de aquí todo cambió. Con el grupo estirado y partido en dos se pudieron ver algunas de la más intensas y bellas carreras de estos días. Midiendo la distancia, templando el tranco apresurado de los morlacos, los mozos llevaron a los toros del Niño de la Capea hasta el coso pamplonés en un tiempo de récord. La divisa era debutante en el encierro. Para ella era la primera vez. Para el resto, la última. Un par de horas más tarde nadie diría que por allí, durante ocho días consecutivos, 47 toros han apretado al paso a milímetros de una nube de cuerpos.
A su paso han dejado ocho cornadas. Siete de ellas, el mismo día. Para el pasado viernes, cuando corrieron los de Cebada Gago, van todos los comentarios mañaneros, los últimos. El grupo de amigos de San Sebastián de los Reyes (Madrid) se despide hasta la próxima, que será en el año 2000. Durante nueve días han pagado 125.000 pesetas por un piso, que han compartido hasta 15 personas con una única obsesión: correr el encierro. Renuentes, alargan la conversación antes de la despedida. A última hora de la tarde ya no queda ni rastro de la fiesta. Vuelta a la normalidad. Vuelta a la sensación de los relojes.
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