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FERIA DE SAN FERMÍN

Gaudeamus por todo lo alto

Hubo un festín que para sí hubiera querido Baltasar, el príncipe babilonio que cuenta La Ciropedia. Las bodas de Caná, a su lado, un guateque con gaseosa. El gaudeamus fue por todo lo alto: desde el tinto a la merluza del pincho, lo que se quisiera pedir; desde el toreo bronco al natural exquisito, toda la gama. De propina, un chaparrón de orejas: cuatro cayeron. Y si llega a estar Pepín Liria más fino con la espada va y suma la media docena. Lo que no hubo fue toros -toros en sentido estricto se quiere decir- pero eso ya poco importa y no lo reclama nadie, ni siquiera en la famosa Feria del Toro. La Feria del Toro se ha hecho virtual, como la fiesta misma. La apariencia prima sobre lo autentico; se prefiere la superficialidad al fundamento. Contarlo es lo que importa. Ponerse exigente dentro, pedir el toro, medir los ajustes del torero, calibrar los premios, corre el riesgo de que acabe la función sin oreja alguna y los amigos le llamen a uno tonto por haber ido a una corrida de toros tan mala.

Gutiérrez / Rincón, Ponce, Liria

Cinco toros de Pedro y Verónica Gutiérrez Lorenzo, discretos de presencia, flojos, la mayoría inválidos, de media casta, aborregados; 6º, incierto, sacó genio. 5º de Carmen Lorenzo, de escaso trapío, pastueño total. César Rincón: estocada corta muy baja (silencio); en la suerte de recibir, estocada caída perdiendo la muleta -aviso- y cae el toro (oreja). Enrique Ponce: estocada corta, rueda insistente de peones y descabello (silencio); estocada baja (dos orejas); salió a hombros por la puerta grande. Pepín Liria: estocada corta, rueda insistente de peones y descabello (oreja); media atravesada trasera baja (silencio). Plaza de Pamplona, 14 de julio. 10ª y última corrida de feria. Lleno.

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César Rincón y Enrique Ponce anduvieron en sus primeros inválidos como quien no quiere la cosa y da igual. Lo importante vino después: cuando mediada la faena al borreguito cuarto fue César Rincón y ante la general sorpresa volvió por sus fueros. Resulta que tomó al animalillo de frente, la muleta en la izquierda y le dibujó una tanda de naturales con la enjundia y los aromas que solía. Después el toreo bueno lo cuajó por redondos. Y vinieron nuevos naturales; nuevos, frescos, impolutos, de esos que ya no se ven. Y para culminar su inesperada resurrección para el arte citó a recibir. La verdad es que le salió un churro -el estoque bajo, la muleta a tomar por saco- pero a quién le podía importar.

No se quedó atrás Enrique Ponce. Dio cara al muñeco que sacaron en quinto lugar -con su cuerpecito tierno y dentro un bondadoso corazón-, lo dobló por bajo cual si se tratara de un ciclópeo funo y se hartó de pegarle derechazos y naturales corriendo impecablemente la mano. Bien es cierto que, tras correr la mano corría él -Ponce- y se marchaba a tomar vientos para engendrar el siguiente pase; mas la ardorosa continuidad de las suertes, el academicismo de sus formas, la facilidad con que torea al toro fácil (un prodigio, al parecer, que tiene asombrado al poncismo militante) le valieron un clamoroso éxito.

La sensación fue, sin embargo, Pepín Liria. Ya lo decían las peñas en estruendoso coro: "¡Pepín, Pepín!": o bien: "¡Pe-pín!, plas, plas, ¡Pe-pín!, plas, plas", con acompañamiento de palmas y rítmico percutir de bombo.

Venía Pepín-Pepín sustituyendo a José Tomás que se puso malo. El apoderado habló de una inflamación de muñeca, en tanto el parte facultativo se refería a fisura del primer metacarpiano del dedo gordo de la mano derecha. Qué tendrá que ver el culo con las témporas. Eso ocurrió la noche anterior, tras la corrida en la que Tomás no había cortado oreja, y su gabinete de crisis comunicó que no podía participar en la última corrida de la feria de Pamplona.

Se perdió Tomás el festín, en el que sin duda habría mojado a su sabor, la afición quedó privada de verle ejecutar el toreo al natural, la ciencia taurómaca comparada no pudo contrastar los naturales de Tomás con los de Rincón, puntuarlos y sacar consecuencias respecto a las respectivas concepciones, y el propio José Tomás perdió la oportunidad de competir con Enrique Ponce, de quien tiene dicho que no quiere verlo ni en pintura.

Una pena. Pero la evidente realidad era que Enrique Ponce estuvo a su hora en la puerta de cuadrillas, y dio guerra en la candente, y salió a hombros por la puerta grande; y Tomás, no. Compareció en su lugar Pepín Liria que, en cuanto pudo, se tiró de rodillas, y ya de pie se fajó bravío, y enardeció a los pamploneses, e hizo olvidar al titular del cartel, y convirtió la plaza en un clamor: "¡Pe-pín!, plas, plas, ¡Pe-pín!, plas, plas".

No todo el alboroto se debía a Pepín, Pepín. Baco, dios del regocijo y de los caldos espiritosos que lo provocan, había traído el clarete, el champañico y hasta ese vino que está elaborando en plan experimental la Estación de Viticultura y Enología del Gobierno de Navarra, que es néctar. Y para consumar el gaudeamus abrían ollas donde humeaban melosas manos de cerdo (con perdón), o ajoarrieros, o pochas de múltiples aderezos. Y Elu esmeró unas magras con tomate que colmaban de sabrosuras los paladares. Y Villanueva elaboró unos fastuosos bocadillos de merluza de Artajona que quitaban el sentido.

Y el matrimonio Guibert remató con una media verónica belmontina pasando trufas, hojaldres y empiñonados de Iruña, cuyo pastelero tiene ganada indulgencia plenaria, y de los ojos nos caían lágrimas. Y el graderío de sol pasaba de La chica ye-ye a Paquito el chocolatero con la facilidad que Ponce repetía los derechazos. Y tras llevarse a hombros al torero, el gentío siguió en la plaza dando los últimos trompetazos, cantando las últimas canciones, marcándose los últimos bailes de estos sanfermines fin de siglo. Y ya se oían los ecos del "Pobre de mí" que pone fin a las fiestas; todo el mundo con un nudo en la garganta...

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