Memoria secuestrada
En las vallas de las fincas de caza del dictador podía leerse un letrero que decía: "Patrimonio Nacional. Prohibido el paso". Hoy queda, al menos, una finca que, sin duda, todos consideramos patrimonio nacional y que tiene prohibido el paso. Se trata de la memoria de Santiago Ramón y Cajal, el científico más importante que ha habido nunca en España, tanto por sus aportaciones al corpus del conocimiento universal como por la escuela científica que supo crear. Los dibujos de investigación y los artísticos, las fotografías y las cartas, su archivo y todos sus textos, es decir, la finca científica más rica del siglo, está fieramente guardada por una parte de sus descendientes. Un cartel dice "Prohibido el paso", y allí no hay quien entre. Y ¡ay de aquel que se acerque a la valla, no ya con espíritu crítico, sino sin la intención reverente y sumisa propia de devotos incapaces de razonar! ¡Ay de quien llegue a este santo sin ánimo de adorar! Y, sin embargo, Cajal no necesita hagiografías y quien piense que su memoria puede ser ofendida fácilmente, o no conoce su obra o no sabe lo que vale.
Es inconcebible, si no intolerable, que no se haya publicado una edición crítica de los dos tomos de memorias del histólogo. Es sorprendente, si pensamos en ello, que no haya ediciones críticas de ninguna de sus obras, que nadie se haya molestado en explicarnos (o que no se haya permitido) por qué hace los cambios que hace en las distintas versiones, qué quiere decir cuando calla o qué cuando explica. ¿Se puede dudar de la conveniencia de saber por qué hacía lo que hacía nuestro sabio por excelencia, de explicar a nuestros contemporáneos quién era Cajal, qué hizo, cómo pudo hacerlo? Aun con honrosas excepciones insuficientemente divulgadas, entre las que destacan los estudios de López Piñero, se diría que el silencio de las estatuas, el frío del mármol y del bronce, arroja una maldición sobre el Nobel.
Es un mito, y ya está. No hay nada que explicar, era un genio y punto. Los genios y los mitos son irrepetibles, milagros de la naturaleza, entes de perfección que no es preciso explicar; hay que creer en ellos y venerarlos y dar su nombre a plazas y hospitales. Investigar sobre ellos es mancillarlos; hacerlos humanos es faltarles el respeto. Llenarlos de vida es atentar contra su memoria. ¿Estudiarlos con rigor, analizarlos y entenderlos? ¿Preocuparse por entroncarlos en su tiempo, por saber cómo era su vida, por entender sus disgustos y sus pasiones? Eso debe quedar para raros individuos, más bien sajones, que no entienden nuestro maravilloso mundo de la magia.
Cajal se puede entender, se puede explicar. Además de su tenacidad y de su inteligencia, supo utilizar sus destrezas para ser comprendido. Sus conocimientos de fotografía y de química le permitieron mejorar las técnicas de tinción y ver lo que otros no veían. Su habilidad de dibujante le permitió enseñar lo que veía. Tuvo maestros que le enseñaron y algunas ayudas oficiales, como el regalo de un excelente microscopio por parte de la Diputación de Aragón. Y tuvo una relación familiar similar a la que tenían los señores en aquella época. Nada anormal, nada que justifique el silencio.
Y sólo contando quién fue y qué hizo será posible hacer del mito un científico humano, respetable, cercano, vivo.
Sin embargo, paciencia. Cajal podrá ser reivindicado en su grandeza sin amaneramiento cuando se cumplan los 80 años de su muerte, cuando sus obras sean de dominio público, cuando sean, de verdad, patrimonio nacional, universal, felizmente usable por todos. (No es cuestión de dinero, sino de uso razonable de un bien público. Artículo 40 de la Ley de la Propiedad Intelectual.) Y entonces, si no se remedia antes, 1 de enero del año 2015, jóvenes que hoy estudian el bachillerato y aún no lo saben, emprenderán esta tarea sin lastres. Paciencia. ¿O se le ocurre a alguien que se puede hacer algo antes con esta finca, manifiestamente mejorable?
Antonio Calvo Roy es autor de la biografía Cajal, triunfar a toda costa (Alianza Editorial).
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