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Tanques cubiertos de flores

Los albanokosovares salen de sus escondites para recibir a las fuerzas aliadas

Xavier Vidal-Folch

ENVIADO ESPECIAL"Nunca nadie me había llenado el casco de rosas", masculló el sorprendido soldado Tim, de la Cuarta Brigada Británica. A medida que los tanques aliados incrementaban ayer sus patrullas por el centro de Pristina y se instalaban, por largos ratos, en las principales salidas de la capital, los albanokosovares fueron saliendo de sus escondrijos, donde muchos de ellos han permanecido meses. La encrucijada del barrio de Dragodan era una kermese con sabor a revolución de los claveles. Pero en rosas. Los dos tanques allí situados quedaron literalmente cubiertos de flores.

Cañones y flores, qué extraña y simbólica combinación. Al mismo grito que sus conciudadanos de Urosevac: "¡OTAN, OTAN!, ¡ELK, ELK!", los habitantes, sobre todo niños y mujeres de los barrios albaneses diezmados pero aún semihabitados, recibieron a los aliados como los italianos a los norteamericanos que subían desde Sicilia hacia Roma para liberar a Italia del fascismo. "Si Javier Solana llega a estar aquí se muere de gusto", comentaba un periodista de origen albanokosovar.

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Unos portaban carteles con las siglas de la OTAN, encuadrados en flores, lo inimaginable en España. Otros, fotografías de Slota Galiki, la heroína de la resistencia albanesa contra los chetniks serbios durante la II Guerra Mundial. Allá, una bandera, con el águila bicéfala sobre fondo rojo. Los niños cantaban canciones patrióticas. Al paso de cada vehículo, militar o civil, prorrumpían en gritos. Durante una hora, sólo dos coches de serbios fastidiados cruzaron a cien por hora entre la masa, casi la aplastan.

Entre los más alegres, había también dos retinas cansadas. Las de Hassan, que mostraba el estómago cruzado por una raja de palmo, propinada en sesiones de tortura antiguas, ya cicatrizada. Y las de su vecino, con magulladuras aún tiernas, recibidas durante una hora y media se "sesión" con la policía especial.

Tan sólo 200 metros más allá, rebasada la ciudad en dirección norte, hacia Belgrado, el paisaje era menos halagüeño. Soldados y policías serbios -algunos efectuando los últimos pillajes antes de partir- compartían acera con los británicos, apostados con la automática en posición de "apunten". Los grupos de vecinos se dividían entre el miedo y el lanzamiento de flores a los recién llegados. Hafne Berisha, de 50 años, salía por vez primera en tres meses de su escondrijo, una barraca apartada donde permaneció cuidando los hijos de sus tres hermanos cuyo paradero desconocía. Pero estaba informada por radio. Protestaba contra los rusos. "Son iguales que los serbios, nos matan, tienen la misma sangre".

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El joven Sylejmani, estudiante de electrónica, surgía de un cuchitril subterráneo. "Ya que estáis aquí, entraré en casa, de donde me fui hace más de tres meses", se animaba. Pero un sospechoso camión de mudanzas le hizo retroceder. Sólo pudo comprobar que el coche familiar había perdido los cristales. "Ahora no tengo, pero dentro de tres días, venid a tomar café, que éstos ya se habrán ido", calculaba. "Pero, ¿cuándo se instalarán permanentemente los de la OTAN, no se enteran de que un día de ellos es para nosotros un año?", reclamaba otro del grupo.

De repente se acercó a las salidas de las alcantarillas una cuadrilla de guerrilleros del ELK, mientras camiones serbios llenos de militares se replegaban realizando desconcertantes signos de victoria con tres dedos y otros vehículos repletos de paramilitares hacían lo propio, lanzando miradas bastante siniestras y gestos obscenos. Los vecinos pidieron consejo a los guerrilleros. "Id a ver a los de la OTAN", les respondieron.

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