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Un conflicto de gran trascendencia política

La campaña aérea estuvo precedida de una intensa actividad diplomática

Xavier Vidal-Folch

, ENVIADO ESPECIALLa guerra llegó después de agotadas todas las tentativas diplomáticas. Y la paz, justo después de que Rusia retrenzó su frente común con la Alianza Atlántica, lo que hizo constatar al dictador de Belgrado su completo aislamiento. El secreto ha sido la cohesión interna de la OTAN, pese a múltiples fricciones, acompañada por la determinación anglosajona y una nueva e inédita coherencia de la Unión Europea. Cuando en febrero del año pasado la policía especial (MUP) de Slobodan Milosevic inició el hostigamiento a la población albanokosovar, so pretexto de cercenar a los guerrilleros del ELK (Ejército de Liberación de Kosovo), los resortes de la memoria internacional se activaron. ¿Se repetería la larga pesadilla de Bosnia, un lustro de conflicto? Tras su aparcamiento posterior al acuerdo de Dayton que la finiquitó, volvió a reunirse el Grupo de Contacto (EEUU, Rusia, Francia, Reino Unido, Alemania e Italia). Lanzó advertencias, programó visitas y efectuó presiones a Slobodan Milosevic. Sirvieron de poco. Las amenazas no le resultaban creíbles, los tigres parecían de papel. EEUU vivía la crisis personal de su presidente por el caso Lewinsky y Rusia -su desganada protectora- cabalgaba hacia su mayor crisis económica. Se necesitaron meses y tres grandes fiascos diplomáticos -así como el recuerdo del anterior conflicto, en que la desunión internacional y la política de apaciguamiento capitalizada hábilmente por Belgrado retrasaron durante largos años la paz- para que llegase la hora de la verdad. El 16 de junio de 1998 Milosevic se entrevistó con Borís Yeltsin en Moscú. Asumió el fin de la violencia, el regreso de los desplazados, la reducción de sus fuerzas en Kosovo y la llegada de una misión de verificación de la OSCE. Pronto traicionaría a su principal padrino, irritándolo, con el primer gran error: en agosto deportó a unos 20.000 kosovares, un drama casi inadvertido. El segundo fracaso llegó en otoño. La presión ciudadana crecía. El mediador norteamericano Richard Holbrooke lograba el 14 de octubre un principio de pacto con Milosevic para el envío de la misión de verificación. El secretario general de la OTAN, Javier Solana, y sus dos máximos generales, Wesley Clark y Karl Naumann, lo concretaban el día 25. Llegaron 1.400 observadores, pero se toparon con miles de trabas. Y en vez de disminuir su despliegue en la provincia cuya autonomía había abolido siete años antes, Milosevic lo aumentó. Cambió a los mandos militares profesionales -como Momcilo Perisic- por fieles de su búnker, para poder implicar al Ejército en la depuración étnica. Aprovechó hasta la Nochebuena para sus despiadados ataques al ELK en ascenso (controlaba siete ciudades) y al paisanaje cercano, en Podujevo. El 15 de enero perpetró la célebre matanza de Racak. Se impuso una conferencia internacional tanto para reconducirlo como para "civilizar" a la guerrilla y reconciliar a las dos comunidades, serbia y albanokosovar. Fue en Rambouillet, mientras proseguía la violencia. Copresidida por Francia y el Reino Unido y con Washington y Moscú de padrinos, se prolongó entre el 7 y el 23 de febrero. Belgrado se opuso a su pieza clave, la militar, la entrada de una fuerza internacional de pacificación, alegando que atentaba a su soberanía. La guerrilla le regaló buena coartada, tampoco firmó. Empate de "irreconciliables". El segundo Rambouillet -del 15 al 19 de marzo- liquidó esa coartada, el ELK firmó, interpretando que se le permitiría un referéndum de autodeterminación. Milosevic se quedó solo -aunque sin romper el cordón umbilical con Moscú- y acentuó la Operación Herradura, el progromo antikosovar. A la tercera fue la vencida. Mientras la diplomacia alentó esperanzas, la OTAN vigilaba la situación, elaboraba planes de intervención y preparaba una nutrida pero discreta concentración de aviones. A nadie le apasionaba guerrear, pero tampoco nadie estaba dispuesto a repetir el ridículo de Bosnia, tolerando la guerra declarada por Belgrado contra la minoría kosovar. Fracasada la diplomacia, la opinión occidental más solvente criticaba los retrasos, reclamaba una intervención. Moscú -por boca de Yevgueni Primakov, el tercero de los cuatro primeros ministros que ha usado durante la crisis- dejó claro que no la bendeciría en el Consejo de Seguridad. Había que ampararse sólo en los principios de la ONU, algo muy duro para países como Italia y Francia, que siempre propugnaron contar con una resolución formal para actuar, aunque París se sintiese humillada por el boicoteo a su Rambouillet. La evidencia de que no había otra senda, la determinación de Washington y Londres, y la frenética actividad de Solana para ultimar la fragua del difícil consenso arrinconaron las palabras y abrieron paso a los hechos, salvando el escollo de algunos Gobiernos en dificultades políticas con el expediente de atribuir la decisión al secretario general. El primer bombardeo ocurrió el 24 de marzo, coincidiendo con la cumbre europea de Berlín. Le siguió la ominosa gran deportación de kosovares a Albania y Macedonia. La campaña diseñada "en progresión" como modo de forzar el retorno a la mesa negociadora -y no una guerra total con medios abrumadores desde el principio- topó con una resistencia inesperada -según el precedente serbiobosnio- y la apariencia de un cierre de filas de distintos partidos en Serbia. No sería cosa de días, habría que ir aumentando la apuesta, reforzando el despliegue y aumentando los objetivos. Los rumores sobre planes aliados para una invasión terrestre en Kosovo calentaron los ánimos. El 9 de abril, Yeltsin amenazó con entrar en la guerra y provocar un conflicto mundial si la OTAN invadía Yugoslavia. A las pocas semanas sin resultados claros volvió a sonar la hora de la diplomacia. Había que simultanear milicia y discusión. El secretario general de la ONU, Kofi Annan, se sumaba el 9 de abril a las exigencias de los aliados. La cumbre de la UE en Bruselas, el día 14, lanzaba propuestas de futuro para ilusionar a los países vecinos y reenganchar a los rusos: la oferta de administrar Kosovo, un Pacto de Estabilidad regional para los Balcanes ideado por Felipe González y propuesto por la muy activa Alemania, con un meritorio eco pacifista en Exteriores, Joschka Fischer, al que no le tembló el pulso pese a la rebelión de sus bases radicales y elaboró un plan de armisticio, nunca oficial, que es el esbozo casi exacto de la salida final al conflicto. La cumbre del cincuentenario de la Alianza, en Washington -23, 24 y 25 de abril-, fue decisiva. Reafirmó la cohesión de los ya Diecinueve (con polacos, checos y húngaros cambiados de bando). Y amplió el cerco a Belgrado, incorporando al frente a todos los países limítrofes con Yugoslavia. Milosevic empezó a saber que no podría explotar las fisuras del adversario y que sólo le quedaba el algo vacilante paraguas ruso. Y no sólo él. Su viceprimer ministro, Vuk Draskovic -un antiguo opositor cooptado-, denunció que engañaba a su pueblo porque la Alianza no perdería y cometió la herejía de asumir la entrada de una fuerza internacional, bajo siglas ONU. Tuvo que destituirle el día 28: el búnker se achicaba mientras la consigna otánica de "paciencia y perseverancia" en unos ataques aéreos que muchos creyeron insuficientes minaba la moral de sus filas y provocaba deserciones. Para más inri, la siempre minusvalorada UE decretaba el embargo de petróleo y luego el de las cuentas de Milosevic en el exterior. Más importante que todo, Rusia también entendió la determinación aliada. Temiendo su marginalización en el gran conflicto europeo desde la II Guerra Mundial, Yeltsin llamó a Bill Clinton el día 25. Aportó a su nuevo mediador, un occidentalista de pro, el exprimer ministro Víktor Chernomirdin, y así el triángulo Washington-Bruselas-Moscú se recompuso el 6 de mayo, a través de un foro inocuo, el G-8, que reafirmó los grandes principios comunes sin salvar aún distancias notables. El desgraciado error del bombardeo sobre la Embajada china en Belgrado estuvo en un tris de arruinarlo todo y forzar una salida en falso. Como Penélope, los aliados debieron retejer. La discreta diplomacia triangular tuvo su hito el 14 de mayo, con el viaje del habilidoso subsecretario de Estado norteamericano, Strobe Talbott, a Moscú y a Finlandia, donde se incorporó a las labores negociadoras el presidente, Martti Ahtisaari. Un nombre sacado de la chistera de Madeleine Albright, con el aplauso de Yelstin y el entusiasmo europeo: garantizaba la representación de la OTAN -sin ser socio de la misma- y el protagonismo de la UE y permitía a Chernomirdin no aparecer como el correo de la Alianza en Belgrado. El nuevo encuentro del G-8 el 7 de junio limó las últimas asperezas con Moscú. Los mediadores ruso y europeo entregaron a Milosevic el ultimátum pactado entre ellos. O lo tomas o lo dejas. Lo tomó. Ahí empezó el fin. Fue poco después de otra cumbre europea, la de Colonia, el 3 de junio. Las escaramuzas en la prórroga -obstruccionismo en las conversaciones de Kumanovo para acordar los detalles "técnicos" de la retirada militar- no hicieron mella en el frente común. Milosevic se ha rendido y sus víctimas vuelven a casa.

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