Lagos, un socialista en el camino de la Moneda
A poco menos de treinta años después de la elección de Salvador Allende a la presidencia de Chile surge la posibilidad de la llegada de otro socialista al palacio de la Moneda, en Santiago. La aplastante victoria de Ricardo Lagos en las elecciones primarias de la Concertación celebradas el domingo 30 de mayo en Chile, y el pleno reconocimiento de su derrota por el democristiano Andrés Zaldívar, abre el paso a esas "grandes alamedas" de las que habló Allende en su propia oración fúnebre, el mejor discurso de su vida, aquel terrible 11 de septiembre de 1973. Lagos aventaja en todas las encuestas a todos los candidatos de la derecha, y al más fuerte, Joaquín Lavín, lo rebasa por un margen implícito superior a los 20 puntos.Más allá de los símbolos -y sería absurdo menospreciar su significado en una región sembrada de iconos y ritos-, la importancia del probable triunfo de Lagos en los comicios presidenciales de diciembre de este año, y de su victoria el pasado domingo 30, reside en los retos que, a nombre de la izquierda latinoamericana, deberá enfrentar y superar. Sin ser ideales las condiciones en las que la alianza democristiana/ socialista arribará a su tercer periodo presidencial, la Concertación, encabezada por primera vez por un socialista, gozará de un entorno altamente favorable para abanderar el tránsito de la izquierda latinoamericana al siglo XXI: cambio de tendencia de la ola neoliberal en el mundo; repunte de la economía chilena el año entrante, al término de la recesión actual; creciente conciencia en Chile, provocada por el arresto de Pinochet en Londres, de la necesidad de finiquitar la transición con justicia y sensibilidad, no sólo con realismo. Pero el desafío también es inmenso: si bien Lagos tiene toda la razón en afirmar que su presidencia será la tercera de la Concertación, y no la segunda del socialismo chileno, su gestión será juzgada a la luz del cúmulo de símbolos inscritos en la coyuntura actual, chilena y latinoamericana.
Una vez consolidada la alianza entre socialistas y democristianos -una tarea de Penélope con resultados siempre precarios- son tres los frentes más importantes en los cuales una Administración de Lagos deberá demostrar que, sin evocar la experiencia irrepetible de la Unidad Popular, impera una verdadera diferencia entre un Gobierno encabezado por un socialista y cualquier otro. El primero tiene que ver con la profundización de la democracia chilena; el segundo, con avances significativos en la lucha contra la abismal desigualdad chilena, superior -en cifras ciertamente discutibles- incluso a la ancestral desigualdad mexicana, y por último, en la vinculación específica de la economía chilena con el resto del mundo.
Al igual que en México y otros países, la democratización del sistema político chileno está estrechamente vinculada con la política económica y social. En Chile es bien sabido cómo la dictadura pinochetista colocó una serie de candados legales, parlamentarios y presupuestales, con el propósito de perpetuar las políticas del general una vez salido del poder. Hasta ahora, casi nada han podido hacer al respecto los sucesivos Gobiernos de la democracia, ya que los candados presupuestales y legales requieren de una mayoría en ambas cámaras del Congreso para ser eliminados, y la presencia de los senadores designados en la Cámara alta impide la formación de dicha mayoría. La única manera de conformarla consiste en movilizar a la opinión pública y a la sociedad chilena, y en dividir a la derecha para que un sector acceda a una negociación tendente a desmantelar el blindaje impuesto por Pinochet. Mientras ello no suceda, resultará imposible poner en práctica una política social a la altura de las esperanzas que la Concertación -y Ricardo Lagos en particular- ha despertado en Chile, sobre todo en dos ámbitos específicos: la política fiscal y la del aumento de los salarios como proporción del ingreso nacional.
Es el segundo frente del cual hablábamos. Aunque el primer Gobierno de la Concertación ha sido el único régimen latinoamericano en aumentar los impuestos por principio -y no como respuesta a una crisis o emergencia-, el hecho es que la carga tributaria en Chile como proporción del PIB permanece muy baja en relación a países de un nivel de desarrollo semejante. Por superior que sea a la de naciones subgravadas como México, Perú, Argentina y Guatemala, por ejemplo, los 16%-18% del PIB que representa -según los años y el precio mundial del cobre- se sitúan muy debajo de las tasas de Asia del sureste o de Europa occidental. Pero la derecha ideológica, política y empresarial dispone de un virtual veto contra toda nueva legislación fiscal, gracias a los mentados candados; como el código electoral chileno prácticamente imposibilita la constitución de una mayoría en las cámaras idéntica a la mayoría en las urnas, sin recurrir a un referéndum, a una negociación, a una movilización de masas, o a una combinación de las tres. Esto reviste implicaciones para la legislación laboral también y, por ende, para el resurgimiento de lo que fue uno de los movimientos obreros más combativos y organizados de América Latina. Es improbable que los trabajadores chilenos recuperen la totalidad de su fuerza de antaño; las transformaciones de la economía de Chile, y la globalización misma, lo impiden. Pero diversas modificaciones legales permitirían elevar sustancialmente la tasa de sindicalización, ampliar los derechos de los trabajadores en general y de los trabajadores estacionales en particular -por ejemplo, en la pizca de la fruta de exportación-, todo ello con el propósito de traducir en incrementos salariales los aumentos de productividad alcanzados en los últimos años, y de aprovechar el pleno empleo virtual vigente antes de la crisis asiática. Los niveles salariales chilenos, y las disparidades sociales en el país austral, reflejan aún los estragos de los años de plomo; la única manera de corregir el daño es otorgándoles a los asalariados de todo tipo los derechos conquistados en el pasado y que perdieron a raíz del golpe de Estado de 1973.
Ahora bien, la redefinición de la política social y de su condición de posibilidad -la política fiscal- obviamente entraña consecuencias internacionales. La globalización y la necesidad de mantener una determinada competitividad en la caza de inversiones extranjeras impone límites a lo que se puede realizar internamente, pero esos límites, a su vez, están sujetos a la política nacional y regional. Chile es uno de los países con mayores regulaciones a la entrada de capitales de corto plazo; aunque ha reducido la tasa de encaje de inversiones de un plazo menor a un año, mantiene el principio. Puede volver a incrementar las tasas, y sobre todo puede fortalecer las restricciones de mercado para acotar los flujos de inversión especulativa, que en nada ayudan a la economía del país y que lo vulneran frente al riesgo de fugas de capital y corridas.
Ahora bien, va a resultar cada vez más difícil poner en práctica medidas de esa naturaleza en forma solitaria o aislada del resto de la región. No existe el "nivel" idóneo para reglamentar la entrada de capitales especulativos, ni las tasas de interés internas, ni el monto del ahorro interno. Pero todo indica que es más fácil efectuarlo en compañía de varios países que solo, y la apuesta chilena de controlar la inserción en la economía global y de fomentar la política social obviamente gozará de mayores perspectivas de éxito si el país ingresa de manera cabal en Mercosur, en lugar de perseverar en su actual postura agridulce. Un Gobierno de Lagos podría construir apoyos y lograr afinidades de toda índole con Argentina y Brasil, que le permitirían consolidar y desarrollar sus ambiciones en estos ámbitos; un eventual triunfo de la Alianza opositora argentina a fin de año constituiría un elemento adicional en este sentido. Huelga decir que la entrada en Mercosur y el abandono de la ilusión del NAFTA acarrea riesgos para Chile y despertaría suspicacias en algunos sectores, debido a los compromisos que implica, sobre todo en materia arancelaria. Pero es una decisión que no debe postergarse indefinidamente.
Lagos puede perder, y si gana, su triunfo puede verse vaciado de sustancia o de significado muy pronto, después del inicio del Gobierno, o incluso antes de la llegada al poder. Pero existe, por primera vez en muchos años en América Latina, una alta probabilidad de que un candidato de izquierda, por moderada que sea, gane una elección presidencial a la cabeza de una coalición amplia, diversa y poderosa. Es una oportunidad singular; puede ser memorable.
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