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Campaña

Josep Ramoneda

La mayoría parlamentaria que lidera el PP ha conseguido que el debate sobre el estado de la nación y los trabajos de la comisión encargada de investigar las ayudas al cultivo del lino no tengan lugar hasta después de las elecciones de junio. ¿Argumento? Evitar que distorsionen la campaña electoral. Curiosa concepción de la política democrática que considera que un debate parlamentario entre Gobierno y oposición para hacer balance del último ejercicio político y unas comparecencias en comisión para clarificar el oscuro caso de los cazaprimas y sus complicidades políticas son contraindicados con la campaña electoral.Las campañas electorales deberían ser un tiempo solemne en el ritual democrático. Precisamente para realzar el momento en que el ciudadano ejerce su cuota de soberanía, las campañas electorales están marcadas en rojo en el calendario político. Y, sin embargo, la práctica de campaña va cada vez más por caminos de confusión y ruido. Las campañas empiezan a ser un problema. Cuando llega la cita, los políticos decretan una especie de estado de excepción en el que se suspenden las más elementales normas de conducta política y los sistemas de control parlamentario y se aplaza cualquier proyecto o actividad que no tenga inmediata transmisión en votos.

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En campaña vale todo, y lo dicen sin ningún rubor. En este todo se incluye, por supuesto, la mentira y el insulto, porque forma parte del juego, dicen, y ya se sabe que las palabras pronunciadas en campaña se las lleva el viento. Es decir, ellos mismos nos invitan a no escucharles. En campaña se vende el producto, porque al elector se le trata como un consumidor. Y para conseguir cuota de mercado, ya se sabe: hay que acabar con el competidor. Lo dice la ideología dominante.

Los propios políticos reconocen que en campaña no se trata de hablar sino de gritar. Los más profesionales incluso encuentran gusto en el ejercicio, quizás porque la política por lo general recluta entre gentes con más vanidad que orgullo. Las almas sensibles se lamentan de tener que soltar enardecidas soflamas que les producirían vergüenza si las oyeran en una tertulia de amigos, pero van, disciplinados, al mitin que les ha preparado el jefe de campaña.

Es obvio que al ciudadano que debe decidir si vota o no a Loyola de Palacio en las europeas le sería más útil disponer de información sobre el asunto del lino que oír los ruidosos intercambios a distancia, perfectamente imaginables, entre la voz populista del PP y la traviesa candidata socialista Rosa Díez. Como es obvio también que un debate parlamentario podría aportar muchos más elementos sobre la concepción de Europa que cada uno defiende o sobre el papel que cada cual otorga a los municipios en el entramado institucional, que las lindezas que van a dedicarse unos y otros. Los debates televisados eran lo más ilustrador que las campañas aportaban porque el cara a cara siempre ofrece algún resquicio por dónde se escapa la verdad. Van a menos, porque los aspirantes los quieren pero los titulares los rehúyen.

Joaquím Molins ha hecho, quizás sin pensarlo, la aportación definitiva a las campañas electorales. Su genial idea de pasear un guiñol con sus contrincantes como protagonistas por las calles de Barcelona es como una metáfora sobre el destino de las campañas. Bien pensado, podría decidirse por consenso, por supuesto, que los partidos políticos delegaran en los muñecos de Canal+ la campaña electoral. Sería más divertido y quizás conseguiríamos incluso enterarnos de alguna cosa.

Alexander Zinoviev, que fue disidente en la Unión Soviética, advertía en un artículo reciente de que los europeos hablan mucho de la sociedad poscomunista pero no se dan cuenta de que estamos entrando también en la sociedad posdemocrática. Los primeros que deberían defender la democracia son los políticos. Con actitudes como esta devaluación voluntaria de las campañas electorales o como la minimización del papel del Parlamento o como el traslado sistemático de los enfrentamientos políticos al Poder Judicial, están allanando el terreno para que la democracia se vaya desactivando hasta que un día haya perdido definitivamente el pulso, sin que nadie quiera ser responsable de lo ocurrido. ¿Está comprobado que esta forma de hacer campaña es la más rentable para los partidos políticos? Porque de ser así, también el ciudadano tendría su parte de responsabilidad.

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