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FERIA DE SAN ISIDRO

El Cid y la oreja

Se puso a torear El Cid por naturales y aquello era distinta cuestión. No esperó a nada ni hizo preámbulo alguno: por naturales; así, como suena.Ya es un detalle que en pleno imperio del derechazo venga un novillero y se emplee en los naturales a las primeras de cambio. Al final le dieron una oreja. No exactamente por esos naturales sino por el conjunto de su actuación, pundonorosa, valiente y en alguno de sus pasajes torera también.

Los otros espadas de la terna no estaban por la labor. Los otros espadas de la terna, que también ensayaron el natural, pertenecen a la tauromaquia del pase corrido; del "te quitas tú o te quita el toro", que dijo el Guerra. De manera que, concluida la tarea, se marcharon con más pena que gloria.

Quinta / Cid, Hugo, Millán

Cinco novillos de La Quinta (uno fue rechazado en el reconocimiento) y 5º de Alcurrucén, en general de escasa presencia, ningún trapío, flojos, encastados y pastueños.El Cid: tres pinchazos, otro hondo, tres descabellos -aviso- y descabello (silencio); estocada caída perdiendo la muleta (oreja). Hugo de Patrocinio: media, rueda de peones -aviso- y nueve descabellos (algunos pitos); estocada corta delantera y rueda de peones (silencio). Jesús Millán: dos pinchazos, estocada atravesada contraria que asoma y dos descabellos (palmas); estocada y dos descabellos (silencio). Plaza de Las Ventas, 25 de mayo. 17ª corrida de feria. Cerca del lleno.

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De los novillos no tendrían queja, se supone. Los novillos -los seis- eran lo que en la jerga anterior llamaban unos dijes. No se podría pedir nada mejor para triunfar con ellos: presencia escasa, corpulencia nula, sangre dulce de casta buena, bondad infinita.

A un novillero de verdad le sale un novillo de éstos y lo menos que se le puede exigir es que le corte la oreja. Eso o el Viaducto. Los otros espadas de la terna no deberían ser novilleros de verdad porque ninguna de las dos opciones les pareció bien y tiraron por la calle de en medio. Sencillamente, se limitaron a intentar el pase corrido y, si no salía, santas pascuas.

El pase corrido es el que da uno y luego aprieta a correr. Los diestros con fama de figuras lo prodigan y vale para que sus partidarios les llamen maestros. Los no partidarios, en cambio, les reprochan esa ventaja, que contradice el arte, y por eso no les reconocen la categoría de maestros. Y ahí viene la polémica: los partidarios contra los detractores; el arte o el sucedáneo.

Lo malo es que van llegando novilleros y a quienes toman de modelo es a las figuras con sus trucos. Y entonces el escalafón se llena de adocenados pegapases; de colegiales sin ganas de estudiar ni de trabajar, que encuentran más fácil, lucido y rentable eso de pegar un pase y salir corriendo.

Se suele decir que a los novilleros conviene animarlos, regalarles orejas para fomentar su ilusión. No está uno muy seguro. Pues tampoco sería mala idea mostrarles el lado amargo de la profesión, los peligros del toro, la dureza del veleidoso público, el toreo cual debe ser.

El toreo cual debe ser: parar, templar y mandar; y, a estos efectos, citar cruzado, cargar la suerte, ligar los pases, todo lo cual requiere pasarse el toro cerca, tener próxima la cornada, que puede llegar... y tarde o temprano llega.

Es lo que no quiere de ninguna de las maneras la mayoría de los novilleros actuales. Los antiguos sí y por este motivo se veían antaño tantas volteretas. Hugo de Patrocinio y Jesús Millán acaso sean de aquellos pues iban al pase corrido, a abusar del pico aliviador; y sus excelentes novillos de bondad infinita se les fueron sin torear. Jesús Millán le añadió al sexto continuas destemplanzas, traducidas en múltiples enganchones, quizá porque el novillo embistió codicioso, fruto de la casta brava, que siempre es difícil domeñar.

El Cid, por el contrario, estaba en la autenticidad, en apuntarse a las reglas del arte, en parar, templar y mandar -o procurarlo al menos-, ciñendo las embestidas, ligando los pases. Y trascendió la emoción que dimana de estas formas. Y se le reconoció el mérito, y le dieron una oreja, que sería premio excesivo pero no regalo.

Un novillero que quiere hacer el toreo y lo intenta con pundonor, sin trampa ni cartón, debe tener su aliciente y su recompensa. Menuda emoción llevaba El Cid cuando daba la vuelta al ruedo con la oreja en la mano. No podía ni andar. Parecía que iba pisando huevos.

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