Almodóvar, Egoyan y Lynch suenan como ganadores de la Palma de Oro
John Sayles y los hermanos Dardenne cierran con brillantez una buena sección oficial
ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS Si el jurado que preside David Cronenberg hiciese caso esta noche a los paneles de puntuación de los críticos franceses, Pedro Almodóvar sería el ganador, con Todo sobre mi madre, de la Palma de Oro; y si se acercan a los críticos de otros países que recoge la revista Screen International, el trofeo sería para el canadiense Atom Egoyan por El viaje de Felicia. Sin embargo, en La Croisette suenan también David Lynch (The Straight Story) y Takeshi Kitano (Kikujiro). Sin olvidar el cortometraje Ruleta, del español Roberto Santiago, que también suena.
Pero, como ha ocurrido otras veces, otro nombre y otro título puede inesperadamente dar el salto o el sobresalto y hacerse con el lugar soñado en la lista de premios final. Hay quienes aquí consideran a las norteamericanas Ghost Dog, de Jim Jarmusch, y Cradle Will Rock, de Tim Robbins, no menos merecedoras que las cuatro anteriores de encabezar el palmarés; y ayer, tras la proyección del filme belga Rosetta, de los hermanos Luc y Jean-Paul Dardenne, alguno se aventuró a meterlo en el saco de las películas elegidas.No fue en cambio recibida con unanimidad Limbo, del estadounidense John Sayles, que dividió al público y cosechó algunos silbidos, lo que no es justo, porque se trata de una buena película, aunque esté lejos de ser la más lograda de este cineasta difícil de encasillar, explorador solitario y poeta errante de rincones muy dispares y olvidados del mundo, de los que tira de un hilo que conduce a historias intimistas con un contradictorio aire de epopeyas sentimentales, rareza formal que no las deja parecerse a ninguna otra. Es quizá su pronunciada singularidad lo que impidió la unanimidad ante el cine de Sayles, que entusiasma o molesta, pero no resbala nunca ni deja indiferente a la sensibilidad de nadie.
Otro veterano cineasta, el que más de todos, Manoel de Oliveira, portugués nonagenario, trajo este año al concurso La carta, donde hay destellos de su sabiduría y su elegancia, pero no alcanzó a contagiar a la totalidad del filme, que tiene altibajos y es muy inferior al que presentó aquí el año pasado fuera de competición, Inquietud, una de sus más bellas obras.
Concursó también Ocho mujeres y media, nuevo camino a ninguna parte del británico Peter Greenaway, que va de posmoderno audaz y sigue empeñado en hacer antiguallas de cine pictórico capaces de aburrir a las piedras. Pero hay que tener en cuenta que este año preside el jurado David Cronenberg, al que puede darle por ejercer su modernidad y sacar tajada para alguno de los bodrios de sus correligionarios con ínfulas de esa estética feísta y (es un decir, dada su fofa blandura) rompedora, como este bostezo británico de dos horas o las tristezas, rusa y francesa, respectivamente, del Moloch, de Alexandr Sokurov, y de La humanidad, de Bruno Dumont, que también suenan, aunque para algún premio de la pedrea. Pocas posibilidades, a pesar del optimismo de algunos, parece tener la última película exhibida en el concurso, escrita y realizada por dos experimentados y magníficos documentalistas belgas, los hermanos Luc y Jean-Paul Dardenne, que hace tres años, después de dos décadas de intensa dedicación a un cine deudor directo de la captura de realidades vivas, saltaron a la ficción con la magnífica La promesa, y vuelven ahora con Rosetta a representar, en la imprecisa frontera del documento, personajes y vivencias de la clase obrera europea, duras como puñetazos. Es cine de lucha, comprometidísimo y en las proximidades de lo subversivo, pero sin apriorismos ideológicos de ningún tipo por el peso de las evidencias que descubre.
Los hermanos Dardenne indagan, con cámara perpleja y solidaria, un vertedero de las clases bajas de su Europa, en la propia Bruselas, a un tiro de piedra de las oficinas donde se fabrica el optimismo de los edredones del euro y sus eurócratas. Y lo que esta cámara-ojo descubre allí humilla y asusta, porque concierne a millones de bombas humanas ambulantes, con dinamita con la mecha encendida por la desesperación metida en el cerebro. La muchacha enloquecida por el paro, esa desdichada Rosetta, cuyas veloces, frenéticas, desquiciadas idas y venidas de un lado a otro de la ciudad registra la cámara exacta y penetrante de los hermanos Dardenne, expulsa a los ojos del espectador acomodado en una confortable butaca la violencia premonitoria que late bajo los estados extremos del sojuzgamiento y de la opresión. Y no inquieta su condición de personaje en una aventura fingida, sino lo que esta aventura tiene de advertencia.
Babelia
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