Desconfianza
He oído decir a diversa gente que el caso Aguiar-Huguet es el asunto de corrupción más grave de la época socialista. Afirmación que va acompañada siempre de un añadido: más grave incluso que el caso Roldán. El caso Roldán, dicen, era una forma más compacta de corrupción, por tanto más extirpable, mientras que el caso Aguiar-Huguet es una metástasis que afecta a las relaciones entre funcionarios y contribuyentes. No se trata de hacer un hit-parade de la corrupción, sino de situar a este fenómeno, que la nadería política ha convertido en el eje del debate democrático, en la desconfianza entre la Administración y la ciudadanía.
El Estado moderno tiene una relación represiva y asistencial con el ciudadano. El temor reverencial al poder médico (que tiene las llaves de nuestras vidas), la comprensión con los educadores que lidian con nuestros hijos todos los días por unos salarios modestos, y el limitado sentido de la exigencia democrática de una ciudadanía que a veces olvida que la asistencia es un derecho y no una benevolencia del poder, configura una relación sumamente mediatizada con el Estado asistencial. La medicina y la enseñanza son instituciones muy interiorizadas: el médico y el educador no son extraños, más bien sentimos dependencia de ellos. El policía, el juez, el inspector de Hacienda y el propio político son figuras externas, a las que nos aproximamos con la desconfianza que inspira el poder cuando resulta ajeno. La actuación represiva del Estado concierne fundamentalmente a la libertad y a la propiedad. O por lo menos así lo consideran los ciudadanos. Por eso se equivocó Borrell (y con él los justicieros que ahora están en apuros) pretendiendo, con agresivas y moralizantes campañas, que los ciudadanos pagaran no sólo por obligación sino por virtud. En una sociedad democrática es exigible que los ciudadanos cumplan la ley. Pero tienen todo el derecho a hacerlo contra su voluntad y con perfecta desgana.
La obsesiva preocupación por la seguridad, fomentada tanto desde los poderes públicos cómo desde intereses privados, hace que la sensibilidad de la ciudadanía por las cuestiones que conciernen a la libertad esté un poco adormecida. Día a día vemos cómo aumentan exponencialmente los mecanismos de control y todo el mundo lo encuentra tan formal. Sin embargo, la ciudadanía, que es permisiva con los abusos policiales contra la delincuencia, es exigente cuando se descubre que los que deberían protegerles se han aprovechado para enriquecerse. Y más todavía si esto se da en la institución que debería marcar el equilibrio entre los excesos represivos del Estado y la ciudadanía: la justicia. En la valoración ciudadana, un juez corrupto sólo tiene un equivalente: un responsable de Hacienda corrupto. Porque la ciudadanía es especialmente reactiva cuando le tocan los dineros. Y en este caso estamos En un servicio que se encarga de recaudar los dineros de la ciudadanía para transferirlos al Estado, las irregularidades, que siempre serán en beneficio de los que tienen más porque son quienes puedan pagarlas, provocan alta sensibilidad en el contribuyente. Si el caso Aguiar-Huguet es más grave que el caso Roldán es porque se sitúa en un lugar que lo hace letal para la confianza de la ciudadanía en la administración.
Es bueno que los ciudadanos crezcan en escepticismo. Pero la desconfianza llevada a sus últimas consecuencias conduce a un estado precrítico. Para que las instituciones funcionen la crítica es imprescindible y la crítica requiere de una mínima base de complicidad. Casos como el de Aguiar-Huguet la destruyen. Por esta razón la situación de Borrell, su jefe y su amigo, es precaria y debe asumirlo. Por eso sorprende también que Piqué, después de todo lo que ha pasado, no se haya enterado todavía de lo que debería ser la responsabilidad democrática y diga que lo suyo son "prácticas fiscales legales propias de una persona que está en la actividad privada", lo cual resulta "difícil de entender por el común de los ciudadanos". Son tenaces los políticos en desmerecer la confianza de la gente. Nos preguntamos qué hay que hacer para que la corrupción deje de ser el centro de la vida parlamentaria. Hay que hacer política, un arte que nuestros políticos han olvidado hace tiempo.
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