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Ricardo Baroja

La Academia de Bellas Artes de San Fernando reúne estos días una amplía muestra del gran grabador que fue Ricardo Baroja, posiblemente el más grande grabador español después de Goya. El hermano de don Pío era un excelente pintor, pero fue, además, o precisamente por eso, un extraordinario grabador.

Lo reúne todo Ricardo Baroja: mundo propio y trazo propio. Mundo casi siempre de los abandonados, de los marginados, de las criaturas nocturnas o crepusculares, de los lugares hostiles, de las situaciones mundo que, aunque bulla y palpite da siempre la impresión de estar desahuciado. Trazo el suyo seguro, muy firme, que proyecta los contornos de sus personajes sobre paisajes deliberadamente graduados en indefinible escala de claroscuros, pero también de desiertos, como si los desiertos y sus arideces acecharan al otro lado.

Por eso Andrés Trapiello, posesor de una de las más importantes colecciones de grabados de Baroja —se ofrecen aquí, en esta muestra—, dice, en el precioso catálogo, que el gran rasgo distintivo del maestro es su tono menor. Un tono que él iguala al de su hermano, al del primer Picasso y el primer Casas, y que cabría ver también en el primer Machado y en el primer Juan Ramón. Tono éste que cabe llamar verleniano, suave, monótono, errante, casi siempre desesperanzado. Lejos, en efecto, se muestra siempre Ricardo Baroja de la estridencia, de la gran sinfonía compositiva. Cuando mancha las planchas con colores en algunas estampaciones artísticas, así las del carnaval o de la verbena, el resultado nunca es elocuente. Hay como un recogimiento de la expresión, como un deliberado achicamiento del pulso creador. Nos acercamos de su mano a una España en sombras, secundaria, irrelevante —aunque sea la de quienes mueren por los caminos, debajo de los puentes, aunque sea la de los solitarios y los humildes—, uña España que también se ríe como puede, cuando puede y cuando le dejan, que no alcanza el terror de Solana, pero más de una vez lo bordea.

Es el triunfo del arte que quiere hacerse transparente, que no quiere perturbar —aunque sí turbar—, y es fruto de un espíritu situado en los antípodas del narcisismo. En cartas a su amigo Luis Bello afirma Ricardo Baroja que el único interés del arte estriba en el proceso creador una vez terminado carece de interés y por ser suyo, de todo interés. Lo dice con modestia que sabemos real: nunca aspiró a grandes títulos, nunca buscó altas recompensas. Grababa, pintaba, ilustraba, hasta que un accidente en un ojo corto casi del todo su carrera. : La plástica española del último fin de siglo tuvo muy mala suerte, emparedada como fue por la apoteosis del impresionismo y el triunfo de las vanguardias. Ni Gutiérrez Solana, ni Casas, ni Rusiñol, ni Beruete, ni Mir recibieron la consideración que se merecían; si acaso, Sorolla escapó del fuego del olvido por las vías del cosmopolitismo y por caminos contiguos quisieron escaparse Zuloaga o Romero de Torres. Ricardo Baroja ardió en ese fuego con leña propia: la del grabador, la del grabado; a ese fuego hay que añadir el de la destrucción de su casa durante la guerra civil, que sé cobró la mayor parte de sus planchas.

En los mercados el grabado ha alcanzado poca cotización, los expertos lo consideran arte menor, salvada la obra de Goya y alguna más. Por fortuna, aunque Ricardo Baroja lleva casi 40 años muerto, y la fortuna será, como siempre, para los vivos, por fortuna, digo, esto parece que va-a cambiar, si no ha cambiado ya, y el arte excelso de quien fue más que el hermano de don Pío comienza a ser valorado en los términos necesarios. Como toda la época a la que pertenece, que pudo ser desastrosa en términos políticos y sociales, pero fue mucho más gloriosa de lo que se piensa si se atiende a su capacidad creadora.

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